Artes escénicasUna de las obras emblemáticas del grupo Yuyachkani vuelve a los escenarios, esta vez en el Gran Teatro Nacional, el miércoles 27 y el jueves 28. Luz, mestizaje y memoria.,Santiago: heridas de guerra,Santiago: heridas de guerra,Santiago: heridas de guerra,Es de noche. Tres personas se afanan en el interior de una iglesia. Son los últimos habitantes de un pequeño y abandonado pueblo de los Andes, devastado por la guerra interna. Bernardina, una mujer que ruega por el regreso de sus dos hijos, mellizos, desaparecidos durante el conflicto armado. Armando, un comerciante que quiere devolverle vida al lugar por el bien de sus negocios. Rufino, guardián de este templo pero, a la vez, adorador de los dioses prehispánicos. Bernardina y Armando quieren sacar en procesión a Santiago Apóstol, después de 15 años, esperando que bendiga a la comunidad y les cumpla a ellos sus respectivos deseos. El guardián no está convencido. Para él, Santiago es la encarnación de Illapa, el dios del rayo, e Illapa no necesita salir de la iglesia. Illapa vive en el cielo. Esta es la trama fundamental de Santiago (2000), una de las obras emblemáticas del grupo teatral Yuyachkani, creada en colaboración con el escritor Peter Elmore que, en plena caída del fujimorismo, cuando se cerraban dos décadas de violencia política, interpeló a la sociedad peruana sobre las heridas abiertas por la guerra y los conflictos irresueltos que veníamos arrastrando desde los tiempos de la conquista española. Santiago, espectáculo protagonizado por Augusto Casafranca, Ana Correa y Amiel Cayo, y dirigido por Miguel Rubio, que esta semana Yuyachkani volverá a llevar a los escenarios, esta vez del Gran Teatro Nacional. Dioses del rayo La obra nació con una visión: la imagen del apóstol, montado en su caballo, con la espada en ristre y el moro derrotado en el piso, avanzando sobre una multitud de campesinos, vista a la distancia por Rubio y los demás actores en plena procesión del Corpus Christi, en el Cusco. El director de Yuyachkani sabía que en esa imagen del moro derrotado y el santo victorioso, en esa tensión, había un núcleo potencial dramático. Tiempo después conoció la historia del santo, el papel que jugó la figura en las guerras españolas contra los árabes, cómo se erigió en Santiago Matamoros y, con la Conquista de América, en Santiago Mataindios. –Fuimos investigando qué había detrás y la gente del Cusco nos dijo que era Illapa, el dios del rayo –dice Rubio–. Ahí hicimos la conexión con el sincretismo religioso que hay. Santiago es a la vez el dios trino preinca: trueno, rayo, relámpago. Al parecer, esa asociación con Illapa fue lo que convirtió a ese Santiago Mataindios en una figura venerada por los pueblos a los que sometió. Pues Santiago también es un dios del rayo. Guamán Poma de Ayala cuenta la historia del asedio de Manco Inca al Cusco (1535), cuando los españoles parecían derrotados y un rayo cayó del cielo provocando el terror entre las tropas incas. La creencia popular aseguró, después, que el rayo era en realidad el apóstol, que descendió montado en un caballo blanco, en auxilio de los cristianos. Con la imagen del santo en la cabeza, lo primero que hicieron los "Yuyas" fue mandar a hacer un caballo blanco y a partir de allí explorar artísticamente. Lo llevaron una noche a un acto performático en la plazuela San Francisco: Augusto Casafranca vestido como el santo, irrumpiendo en el atrio, en las andas de sus fieles con una banda de música. Otra vez, lo llevaron a la Plaza San Martín en una acción llamada "Ríndete, Atahualpa", con Amiel Cayo haciendo de "moro" bajo las patas del caballo. Y otra vez, a la Plaza de Armas, en la inauguración de la III Bienal Nacional de Artes Plásticas, como parte de una intervención en la que se enfrentaban ángeles y demonios. Después, en la sala, trabajaron con el "método Yuyachkani": creación colectiva e improvisación. Peter Elmore le dio forma a los textos. Santiago estuvo listo para cabalgar. Heridas abiertas "La guerra ha terminado, pero ¿cuándo llega la paz?". El monólogo/rezo de Bernardina plantea una de las preguntas fundamentales de la obra: ¿cuándo sanarán las heridas que han dejado en el país los años de violencia política? Casi 20 años después de que se decretó el fin del período de violencia, Ana Correa cree que la deuda sigue pendiente. –Hemos vivido un conflicto armado muy fuerte y no hay una atención, un acompañamiento a las víctimas, un tratamiento psicológico a los jóvenes que estuvieron dentro de la leva, que entraron, que mataron –dice. La guerra no solo fue a escala nacional; enfrentó internamente a pueblos, familias. Y hay fracturas que siguen vivas. –La violencia, que es el tema principal de la obra, todavía se sigue dando en diferentes estratos, en diferentes situaciones y coyunturas del país –dice Amiel Cayo–. El Perú es un país no reconciliado. Estamos quizás camino hacia esa reconciliación, pero todavía hay muchas heridas que duelen mucho. –Han pasado casi 20 años desde que hicimos la obra y con el tiempo tenemos una visión diferente de lo que fue el conflicto armado –dice, por su parte, Miguel Rubio–. Ahora entendemos cómo la guerra interna ha sido también una guerra entre prójimos, entre gente de un mismo pueblo que defendía intereses distintos. Y es interesante porque nos habla de un conflicto que es anterior a las últimas dos décadas del siglo pasado. Es como esos pendientes que tenemos desde la Colonia, y nos permite esperar el bicentenario con un repertorio crítico. Por eso hemos hecho el esfuerzo por reponer la obra. El esfuerzo responde a una invitación que les ha hecho el Gran Teatro Nacional, en cuyo escenario ya habían mostrado en el pasado Los músicos ambulantes y Con-cierto Olvido. Esta será una oportunidad para que nuevos públicos conozcan una de las obras más emblemáticas de un grupo fundamental de las artes escénicas nacionales. Un colectivo artístico que trabaja con la realidad, que tiene una mirada política y un discurso original, que se ha nutrido de la fiesta tradicional andina y que concibe al actor como un artista integral. –El mensaje de esta obra es el de tolerancia con el prójimo –dice Amiel Cayo–. El de poder reconciliarnos como país. Aprender de todas las culturas, para poder encaminarnos como país hacia el bicentenario.