Ni vivo ni muerto. El virus que ha tomado al planeta por asalto existe en una suerte de estado intermedio. Es un pedazo de código genético envuelto en una membrana proteica que parasita las células de los seres vivos para reproducirse. Y si esos seres vivos no son suficientemente fuertes, sobreviene la muerte del huésped y del virus en él. Como huéspedes involuntarios, en estos momentos libramos una guerra mundial a nivel celular: humanos vs COVID-19. El virus se introduce en las células, las contagia y puede producir cien mil réplicas en un día. Destruye la célula tomada o la debilita haciéndola susceptible a enfermedades oportunistas. El virus no piensa, actúa y devasta. El mismo comportamiento que algunos humanos han mostrado en estas horas de incertidumbre.
Dejando por ahora de lado cuán mortal realmente es el COVID-19 o la extendida forma alarmista de reportar de la mayoría de medios (con contadísimas excepciones), me interesa hacer una reflexión sobre nuestro comportamiento - el mejor y el peor- porque la sensación de crisis es real y los estados oficiales de emergencia también. Esto hace que todos sintamos natural temor. Nos sentimos desprotegidos, vulnerables, pequeños como raza humana, sin herramientas para atajar rápido y contundentemente a este invisible enemigo. Nos genera gran disonancia que algo que no podemos ver (un virus es miles de veces más pequeño que la bacteria que puede medir entre 0,6 y un micrómetro) pueda ser tan letal. También que la única forma de contrarrestar por ahora esa letalidad descanse en algo tan aparentemente simple como lavarse las manos. Y nos genera gran estrés que protegerse contra el enemigo consista en aislarnos.
No es solo cambiar nuestras rutinas radical y súbitamente, sino también sentir que nuestras redes diarias de soporte emocional y físico no estarán. Sentir que aquello mismo que nos hace humanos, lo social, se restringe. Resulta contraintuitivo y atemorizante tener que aislarnos para protegernos. Esto me lleva a la paranoia y el simbolismo del papel higiénico y las acaparaciones de comida y artículos de desinfección. El ser individual nos manda, por instinto de supervivencia, a abastecernos de productos básicos previendo lo peor. Porque ni las autoridades políticas ni científicas saben hasta cuándo estaremos en emergencia; y es que depende de muchos factores, entre ellos, nuestro comportamiento y cooperación mutua.
Pero estamos también obligados a pensar desde nuestro ser social y no solo el individual. Socialmente nuestra supervivencia depende de todos los demás. Porque en este tipo de emergencias no basta con que tú, el que te llevas todo el papel o desinfectante, esté a salvo. Mañana o pasado esa persona a la que dejaste sin desinfectante puede ser tu medio de contagio o de uno de los tuyos. Por más recluidos que estemos, el aislamiento no es total. El virus sobrevive en el aire tres horas y en superficies tres días. Más vale que procuremos el bien del otro también.
Una mariposa aleteó en China en noviembre 2019 y cuatro meses después el mundo entero está afectado. Así de conectados estamos todos, para mejor o peor. Si al efecto mariposa le sumamos la teoría científica del caos, las pequeñas variaciones de nuestro comportamiento social e individual pueden ayudar a que todos naveguemos juntos esta emergencia de mejor manera. Felizmente las crisis pueden sacar no solo lo peor, sino también lo mejor en nosotros. Esforcémonos. Busquemos formas de ayudar más que a nosotros mismos. Solo así aseguramos estar a salvo todos y reforzamos nuestros lazos humanos. El virus no piensa, nosotros sí. Y esa es nuestra ventaja.