Una angustiosa precariedad

Una de las consecuencias más reveladoras del caso Odebrecht es la facilidad con la que la corrupción penetró el tejido económico y social del país. Tanto en el sector público como en el privado. Lo cual muestra, a su vez, la debilidad de las defensas del cuerpo institucional contra ese megavirus. Entre otras cosas porque, como sabemos, el virus ya estaba ahí, alojado en el corazón de nuestro sistema. No voy a citar el libro del recordado Chachi Quiroz sobre la historia de nuestra corrupción, porque todos los lectores lo deben tener en mente tras leer el párrafo anterior, de tanto que se lo ha citado (no necesariamente leído). Lo que no se dice con la misma frecuencia es que esta evidencia de lo frágil de nuestra organización social es motivo de frustración, sí, de indignación, cómo no, pero también de angustia, cuando no de depresión. Porque lo que estamos viendo se asemeja como dos gotas de agua a ese axioma psicoanalítico respecto del pasado: este retorna siempre y nos pasa una pesada factura. Incluso a los psicópatas, habituados a ultrajar la ley. Aquellos que se sienten inmunizados contra la culpa y su inseparable compañero, la necesidad de castigo. Odebrecht, un inmenso fantasma oscuro cuyas cabezas de hidra ignoramos hasta dónde han penetrado nuestro territorio imaginario, es como ese retorno de lo reprimido. Yo mismo me he encontrado preguntándome si, por esos meandros intrincados del río de la vida, no habré recibido algún pago de esa empresa cuyo nombre todo lo envilece (creo que no). El caso de Enrique Cornejo, una suerte de chivo expiatorio con bigotes, es emblemático de lo que está sucediendo en diversos ámbitos. Es cierto que los indicios que lo incriminan son muy numerosos y cercanos. Pero la celeridad con la que el Apra lo ha condenado hace pensar que su mayor delito ha sido el de lesa majestad: nadie arremete en ese partido contra el minotauro sin sufrir las consecuencias. La pregunta que a todos nos inquieta es si los fiscales y jueces tendrán la entereza que no tuvo la fiscal Peralta, quien archivó la denuncia de cinco víctimas del Sodalicio con lo que el abogado José Ugaz llamó, piadosamente, “infantilismo jurídico”. Martín Sheuch, ex sodálite que fue obligado a fornicar con una silla (no es broma), fue más lejos y la vinculó con Trespatines. Ese cómico que debatía con el Tremendo Juez diciendo: “¿Tú estabas ahí, chico?” Porque ese fue el motivo por el que la magistrada se negó a pasar la denuncia al juzgado: ella no estaba ahí, no vio lo que pasaba, no le constaba, al archivo. Se santiguó ante las omnipresentes imágenes religiosas de su despacho y next. Odebrecht está demostrando lo que sabía Marx: todo lo sólido se desvanece en el aire. Y lo que sabía Freud: el inconsciente no olvida. Y retorna siempre.