La 1ª columna del año

Mi encuentro con lo que aquí escribo suele parecerse a un escarbar, a un insistir hasta encontrar alguna cosa que me sirva para esto que es un ejercicio cuyos límites, potencialidad y alcance aún desconozco. No sé quién me lee, cuál es mi público objetivo, mi target: en mis últimas visitas a Lima han sido señoras de la tercera edad (muy pericas y atrevidas por cierto) las que me preguntan no si soy el actor ese sino “el chico que escribe en el periódico”; algunas me llaman escritor, otras periodista. Yo rápidamente aclaro: ni escritor ni periodista, náufrago quizás. En ocasiones siento que esto es como una prolongación de mis largos años de fidelidad con el diván: del hablar de nada hablando de todo, o del soltar ideas aleatorias que acaban construyendo un mapa ilustrativo, preciso y muy revelador de mi universo íntimo, de mis rincones emocionales, de lo que habita en mí: de quién soy. Otras siento que es una trinchera desde donde debo defender ideas grandes. Pero eso se acaba pronto cuando me leo y me encuentro irrelevante, flotando inerte en esa ciénaga de opiniones sin llamado a la acción, las de quienes algunas veces saben pero eso sí: nunca hacen; son opiniones cuya vida se extingue en cuanto se da vuelta a la página, las que no producen eco ni generan discusión, como esta pues que bien podría ganarse el premio a la columna con la mayor cantidad de “y este a quién le ha ganado” en comentarios en el Facebook del diario. Pero la mayor parte de las veces escribo convencido de que esta longaniza, este fragmento del periódico que compite a muerte con los anuncios de descuentos en supermercados o con los abundantes comunicados setenteros que los “abajo firmantes” de siempre publican, es usada sobre todo para limpiar la mancha de café sobre la mesa del desayuno. En cualquier caso, hoy, a mis lectores recurrentes y en menor medida a los ocasionales, les quiero desear un muy feliz Año Nuevo (aun cuando el escenario electoral parezca augurio del peor imaginable, de una pesadilla).