Los regalos de mi padre

Hoy quisiera entrar al cuarto de mis papás, empujar a un lado de la cama a mamá, y abrazarlo. Igual que cuando tenía cinco años, me encantaría darle un beso y que empecemos un tonto debate sobre quién quiere más al otro. Amaría cada instante. Hace años que no celebro el Día del Padre y si no tuviese que escribir esta columna quizá ni me habría acordado de la fecha. Pero de mi papá sí que me acuerdo, todos los días. La mayoría de ellos con una sonrisa. Y a veces se me escapa una lágrima. Pero su rostro, sonrisa, voz y palabras las llevo tatuadas en mi mente y corazón. Aunque solo en las subidas y bajadas de los 20casi30 entendí lo mucho que me definió su amor y ejemplo. A mi papá le agradezco no quererme menos por haber nacido mujer. He crecido viendo a muchas amigas y colegas lamentarse de que su papá se quedó esperando por siempre un varón. Le agradezco jugar con muñecas, a la cocinita y dejarme pintarle las uñas; pero regalarme un kit de química también. Le agradezco no ponerle límites a mis sueños por haber nacido mujer. Jamás decirme cosas como “eso no hace una dama” cuando quería jugar fútbol o viajar sola por el mundo descubriendo nuevas especies de animales. Jamás permitir que me llamaran “mandona” cuando me veían liderar en obras de teatro, grupos de debate o bailes. Le agradezco aconsejarme “no te cases antes de terminar la universidad”, en lugar de ordenarme “de esta casa no sales si no es casada”. Enseñarme que mi cuerpo es mío, y que debo ser la primera en amarlo y valorarlo. Que yo decido. Decirme, en voz alta y clara, que su amor por mí estaba por encima de los dogmas de su fe. Quitarme de encima todo el peso en forma de culpa e inseguridad que la sociedad y la religión ponen sobre las espaldas de las niñas. Gracias por enseñarme que el secreto de la inmortalidad, es el amor. ¡Feliz día!