Alfredo Pita. Acaba de publicar El rincón de los muertos, una novela que enrostra lo que fue la violencia terrorista –Sendero y Estado– en el Perú de los 80.,Carlos Villanes Cairo. Madrid. El escritor y periodista peruano Alfredo Pita (Celendín, 1948), residente en París desde hace más de tres décadas ha publicado El rincón de los muertos (Lima, Textual, 2014, 478 pp.), una estupenda y valiente novela sobre la enfebrecida y bárbara lucha de Sendero Luminoso y el Ejército peruano, y se une con gran fuerza literaria, a los hitos alcanzados por Miguel Gutiérrez, Morillo Ganoza, de Piérola y Julián Pérez, dando razones para afirmar que recién empieza la gran saga narrativa sobre el conflicto fratricida que mató a más de 70 mil peruanos, de los cuales el 95 por ciento fueron aborígenes andinos. “Ayacucho era un aquelarre de asesinatos, torturas, comandos de la muerte, desapariciones forzadas, ejecuciones sumarias, entierros clandestinos, masacres colectivas en que las víctimas eran pobres infelices que ni tenían idea siquiera de por qué los mataban” (p. 379), pero además, en el Cuartel Los Cabitos de Huamanga, existían hornos crematorios en los que volatilizaban los cuerpos de decenas de detenidos, y ese hecho, es la principal denuncia de El rincón de los muertos. Por formular esta imputación el periodista Luis Morelos –Luis Morales, en la vida real– fue asesinado a tiros cerca de su casa. Para marcar un itinerario a quienes desconocen Ayacucho y los entresijos de la violencia que sacudió al Perú en las décadas de los 80 y 90 del siglo XX, Pita se vale de un periodista español enviado por su periódico para informar desde el lugar de los acontecimientos la gran verdad sobre la guerra. Vicente Blanco, bien aleccionado por Rafael Pereyra –álter ego del autor–, viaja a Huamanga y conoce a Morelos y a Max, un locutor. Valiéndose de amigos comunes y jugándose la vida consiguen las pruebas: en el Cuartel funcionan hornos crematorios. Blanco para hacer más completo su reportaje entrevista a personajes ayacuchanos, un ex catedrático algo loco, una monja española que socorre a los huérfanos de los desaparecidos, un cura que les ayuda en la fuga final, pero sobre todo a monseñor Crispín –con el que enmascara al entonces obispo Juan Luis Cipriani–, gran amigo de Fujimori y de los militares, plenamente enterado de las desapariciones y para quien los derechos humanos son “una cojudez”. “¡Los terroristas son unos hijos de puta, resentidos, a los que han amamantado con el odio y no con principios humanos! ¡Son bestias que matan y a las que hay que neutralizar! (p.168)”, dice monseñor Crispín y se convierte en el primer cómplice de los altos mandos del Ejército. Pero también, Pita insiste en el desquiciamiento absoluto de los senderistas, de sus excesos mesiánicos y sus asesinatos, y de la miopía por el aborigen peruano. “Sendero tiene su propio inca, un inca gordo y con anteojos, el llamado “presidente Gonzalo”, quien a todas luces no quiere ser inca, sino emperador asiático, como Mao” (p.316). Pese a lo escabroso del tema, es una novela seria y verídica en los detalles, ponderada porque no cae en el panfleto ni el maniqueísmo, y está muy bien escrita. Según cuenta su autor, le costó 10 años de trabajo. El escritor, en 1999, con su primera obra, El cazador ausente, ganó en Gijón el Premio Internacional de Novela Las Dos Orillas, traducida a varias lenguas; antes se hizo en dos oportunidades con el premio del Concurso de Cuentos de las 1000 palabras de la revista Caretas (1986 y 1991) y el Premio Poeta Joven (1966), en el Perú.