La semana pasada comenté sobre los retos de una transición democrática en Venezuela, sobre la base de apuntes tomados en el último congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos de los Estados Unidos (LASA, por sus siglas en inglés), realizado en la Pontificia Universidad Católica. Esta semana, en la que se discute sobre el pedido de hábeas corpus de Alberto Fujimori presentado por Keiko Fujimori, me parece útil reseñar un trabajo del colega James Loxton, dedicado al estudio de los partidos “herederos” de gobiernos autoritarios. Existen en las democracias del mundo un peculiar tipo de partido, basado en la herencia que dejan gobiernos dictatoriales o autoritarios. Según Loxton, en más de la mitad de las democracias surgidas desde la segunda mitad de la década de los años setenta del siglo pasado, esos partidos han vuelto al poder mediante el voto popular, como el Kuomintang de Taiwan, o el Partido Popular de España. En América Latina tenemos a la ADN boliviana con Bánzer, a la alianza RN-UDI en Chile con Piñera, al PRSC de Balaguer en República Dominicana, a la ARENA en El Salvador, al FRG guatemalteco con Ríos Montt, al PRI mexicano, al sandinismo en Nicaragua, al PRD nicaragüense, al Partido Colorado paraguayo. Y está también, por supuesto, el fujimorismo, que sin haber logrado volver al poder, ocupa una posición prominente. La clave del éxito de estos partidos estaría en que heredan una marca partidaria, una fuente de cohesión, base territorial, redes clientelísticas y fuentes de financiamiento; en el resurgimiento del fujimorismo parece contar sobre todo la fuerza de la marca y de la identidad fujimorista; el legado del gobierno de la década de los noventa dejó la posibilidad de erigir una organización en todo el país y acceder a financiamiento, que fue aprovechada por Keiko Fujimori en la construcción de Fuerza Popular. El asunto problemático es cómo manejar la herencia del pasado, que resulta tanto un activo como una “mochila” muy pesada. Loxton identifica cuatro estrategias: el arrepentimiento, romper simbólicamente con al menos los aspectos más negativos del pasado; la minimización o negación de esos aspectos; el uso de chivos expiatorios; y por último, la reivindicación abierta del pasado, apostando a segmentos del electorado. El fujimorismo hoy oscila contradictoriamente en el uso de esas cuatro estrategias, como resulta elocuente al constatar la dificultad de elaborar un discurso coherente respecto al tratamiento de la situación legal de Alberto Fujimori. ¿Se le reivindica como líder o se trata su situación como estrictamente humanitaria? ¿Hay lugar para la autocrítica frente a los gobiernos de la década de los noventa, o todo es negar las acusaciones en contra de Alberto Fujimori, la validez de sus condenas y apelar al recurso de culpar a Montesinos? Keiko Fujimori intenta consolidar un movimiento bajo su control, pero es claro que la figura de Alberto Fujimori todavía es capaz de proyectar una sombra sobre ella. Y además, por supuesto, es su padre. La presencia de este tipo de partidos es por supuesto una complicación para las democracias. Podría no serlo tanto si abren las puertas de la representación a sectores antes excluidos y los encauzan por vías institucionales. En los últimos tiempos la conducción de Keiko Fujimori involucionó hacia posiciones crecientemente conservadoras, que acentuaron el peso de la imagen autoritaria de su padre. Por ello el manejo de su situación legal la complica ahora tanto. En esta nueva encrucijada, ¿intentará algo diferente? ¿Tiene a estas alturas margen para ello?