En las últimas semanas se ha desarrollado un interesante y por momentos acalorado debate sobre el papel de la tecnocracia en los últimos años. Este debería dar lugar a un mejor diagnóstico sobre sus límites y potencialidades, virtudes y defectos, y no convertirse en un debate ideológico sobre los males o virtudes intrínsecos del neoliberalismo o de la economía de mercado. Mi punto es que después de lo que hemos sabido de la concesión de la carretera interoceánica del sur y de la concesión del aeropuerto de Chinchero (que no parecen ser sino la punta de un gigantesco iceberg), asistimos al final del sueño según el cual el manejo del país estaba “en buenas manos”, en una elite tecnocrática asentada en islas de eficiencia clave para el funcionamiento del Estado (donde el MEF es el núcleo), generadora de decisiones técnicas, eficientes, libres de interferencias “populistas” y “mercantilistas”. Estamos ante el quiebre de la credibilidad de ese discurso, porque resulta que en asuntos elementales, esenciales para el modelo (¡nada menos que la promoción de la inversión privada!) se le pasaban clamorosos goles por la huacha. Por supuesto que la solución a este problema no es estatizar los medios de producción, que comisarios políticos asignen cuotas de producción según planes quinquenales y mandar al gulag a quienes no cumplan, sino mejorar las capacidades de regulación y fiscalización de los funcionarios públicos. La pregunta acá es por qué eso no se ha hecho; y mi punto es que en la élite de derecha del país ha habido en los últimos años una actitud muy complaciente respecto al funcionamiento del modelo, a pesar de que había múltiple evidencia de problemas serios que requerían atención. Algunos ejemplos de advertencias que no tuvieron el eco que merecieron fueron los de Piero Ghezzi y José Gallardo, con su libro ¿Qué se puede hacer con el Perú? (2013), El Perú está calato (2015) de Carlos Ganoza y Andrea Stiglich, o La promesa de la democracia (2011) de Jaime de Althaus. Con todo, ninguno de ellos aborda los problemas de corrupción o de vínculos “mercantilistas” entre el Estado y el sector privado. Este fue un tema denunciado casi exclusivamente por la izquierda, donde cabe resaltar el perseverante trabajo de Francisco Durand. Hoy, columnistas como Aldo Mariàtegui o Ricardo Lago señalan que la cuestionable reputación de Odebrecht era un secreto a voces, y que Graña y Montero no puede creíblemente sostener que “fue sorprendida”; pero habría que reconocer que este tipo de señalamientos fueron muy escasos en los últimos años. Tal vez Pablo Secada haya sido alguien que ha sido insistente en llamar la atención sobre los límites en el funcionamiento de concesiones, concursos, adjudicaciones, pero no muchos más. En otras palabras, me parece que en la élite de derecha primó un excesivo comedimiento respecto al funcionamiento del modelo, antes que una crítica a sus límites y la necesidad de reformarlo; y la explicación de ello estaría en gran medida en los múltiples vínculos formales e informales que unen el mundo tecnocrático con el empresarial en un medio como el peruano, con una elite relativamente pequeña y por ello bastante endogámica. Ciertamente, de lo que se trata es de fortalecer las capacidades del Estado, mejorar la autonomía tecnocrática frente a los intereses mercantilistas. Las recientes iniciativas del gobierno al respecto parecen bien encaminadas, aunque hace falta más debate. Están también las recomendaciones de la Comisión Presidencial de Integridad, que ojo, sugiere medidas tanto para el sector público como para el sector privado.