Una semana más de papelón electoral, ahora internacional. Fuera del Perú no se entiende que por trámites administrativos se elimine a un candidato. Es incomprensible que no haya gradación en las sanciones y que toda falta conduzca a la eliminación de la carrera. Cuando le digan que la “ley es la ley”, responda que en un país democrático, donde el centro de la legitimidad está en las preferencias del electorado, lo que viene sucediendo carece de proporción y sentido. Lo que usted está presenciando no sucede en las elecciones de América Latina, y no porque los partidos en otras democracias sean virtuosas organizaciones que cumplen la ley. Lo que nos sucede tiene diversas causas. Se da en parte porque nuestras leyes son irracionales: en su esfuerzo de fortalecer partidos en base a establecer exigencias han construido una maraña de requisitos que terminan o ahogando a partidos débiles o motivando una hipócrita situación en la que se cumplen las formas pero no el fondo. Y sí, el Congreso no hizo nada por solucionarlo hace unos meses. Pero el problema fundamental apunta al JNE. A nadie interesado en hacer de la competencia electoral la base de legitimidad de una comunidad política se le ocurre que una vez iniciado un proceso conflictivo, complejo, como es una elección, se pueda poner temas internos de los partidos en el centro del debate, o se pase tan fácilmente a la eliminación de un candidato. En competencias altamente polarizadas, que incluyen dimensiones regionales difíciles de controlar, es inconcebible que no exista gradación en las sanciones o que no haya avisos previos antes de proceder a la eliminación. Los miembros del JNE (los de buena fe, que los hay) debían darse cuenta de que abrir la puerta de la exclusión de candidatos lanzaría un mensaje clarísimo que iniciaría la guerra de tachas. Se terminaría poniendo en cuestión todas las candidaturas. Y sus resoluciones serían cuestionadas por injustas, inconsistentes, parcializadas. Las versiones conspirativas de izquierdas, derechas y centros se dispararían. El Jurado, además, no es una corte electoral sólida y legítima como para iniciar estas aventuras. Al revés, es una institución en formación, que en un contexto como el peruano siempre está a un paso de borrar de golpe lo avanzado. Por su conformación, además, era cuestión de escarbar un poco para encontrar amistades, relaciones laborales, de sus miembros con los candidatos en campaña. Ese era el contexto en que la decisión del JNE aterrizaría, no cabía abstraerse. Todo tenía una solución sencilla. Cuando llegó por primera vez al JNE el caso Guzmán se pudo prever todo esto. Si el problema era de reglas, la Constitución y la teoría democrática daban las herramientas para una interpretación que ponga en primer lugar el derecho a participar. Dejar el mensaje que este caso, y otros, se decidían en la cancha democrática, un espacio donde es más difícil hablar de injusticias o intereses subalternos, y no con tachas ni procesos administrativos. Y luego pedir se reforme tras la elección lo que sea necesario. El JNE no tomó esa ruta, sea por legalista o por la parcialidad de algunos de sus miembros. Lo hecho contra Guzmán es claramente desproporcionado. E incluso, aunque sea impopular decirlo y sus actos sean más graves, también la salida de Acuña. ¿Este sinsentido en que nos hemos metido puede ser llamado “la ley”? ¿Puede de verdad creerse que estamos construyendo legalidad a costa de la legitimidad del sistema y sus instituciones? ¿Es razonable sostener que hay que seguir eliminando candidatos, aunque ello implique retirar a los preferidos por el 80% del electorado? ¿Qué bases de legitimidad son estas para el próximo gobierno?