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Sociedad

La enfermera belga que lucha contra el coronavirus

Realidad. Los médicos europeos están al límite. En Italia, una enfermera se suicidó después de dar positivo al covid-19 y seis mil galenos de ese país están contaminados. La situación resulta sombría para la primera línea de defensa. La República recogió el testimonio de una enfermera belga que relata, en primera persona, la batalla contra la pandemia.

Desde dentro. Enfermera belga cuenta cómo se pasa a diario su jornada de trabajo en la UCI de covid-19 del hospital de Mons. Aquí reina el silencio para evitar contagios.
Desde dentro. Enfermera belga cuenta cómo se pasa a diario su jornada de trabajo en la UCI de covid-19 del hospital de Mons. Aquí reina el silencio para evitar contagios.

Efraín Rodríguez Valdivia

Especial para La República desde Europa

Me llamo Olivia Bergmann, tengo 32 años y soy enfermera de la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) en el hospital de la ciudad Mons, en Bélgica. Me llamaban “la sonriente” en el departamento médico porque, antes del covid-19, dibujaba a menudo una media luna en mis labios a los pacientes recuperados. Una buena forma de decirles que la vida es más fuerte que la muerte y que siempre había motivos para sonreír.

Pero, al final de este invierno, cuando el viento todavía soplaba desde los bosques de Valonia hacia Mons, se precipitó sobre nosotros la pandemia del coronavirus. Sin que nos diéramos cuenta, la muerte empezó a ser más fuerte que la vida y nuestra UCI, como todas las de Europa y del mundo, empezó a sumergirse bajo la ola de pacientes neumónicos y afiebrados. En mis diez años de sonrisas y de carrera, nunca había visto nada parecido, ni tampoco podía imaginar que Mons, Bruselas, París, Madrid, Lima y medio planeta tendría que refugiarse en sus casas. Es duro. No solo le dices adiós a los días de fiesta en Bruselas, a 60 kilómetros al norte oeste de Mons, o los viajes a París, a 240 al sur de aquí. Le dices adiós a la vida como era antes.

Todos los días comienzo a las 8.00 de la mañana. Mientras me preparo y como algo, imagino el redoble temerario de un tambor, como si me alistara para la guerra. Voy conduciendo para evitar el contacto con la gente. Y, conforme avanzo, escucho el silencio atronador de las calles. Avenidas enteras vacías bajo un sol pálido de primavera y parques reverdeciendo en una soledad inédita. Se siente el peso de la cuarentena. Dentro de los techos góticos de los edificios y las buhardillas diminutas, puedo imaginar el hormigueo de los 95 mil habitantes de Mons resistiendo el esfuerzo del confinamiento.

De pronto, en el camino, aparece esa mole llamada Hospital de Mons, con forma de terrón de azúcar. Y al ingresar por sus corredores sin olor ni temperatura es inevitable sentir en el estómago aquella bola de plomo que se delata como miedo. Pero, hay que ser fuertes y darse ánimos porque, aunque te mientas, sólo queda abrazarte a tu profesionalismo.

La guardia cambia y todos traen la cara larga de una mala noche. Hay que comenzar el día con el protocolo más rígido: vestirse. Los detalles cuentan. A lavarse las manos, uno, dos, tres hasta el segundo veinte. Enseguida a ponerse la bata, y el calzado. Y luego la blusa de protección, la capucha, las gafas, tres pares de guantes, la cobertura para los zapatos hasta los muslos y la mascarilla FFP2. Los cambios de muda se hacen dos veces al día, aunque lo recomendable sería tres. Pero ya no se puede porque los materiales escasean.

Una vez listos, ahora sí es momento de olvidar todo: de Mons y de Bruselas, de los miedos y de los silencios, de los parques y de la primavera. Los equipos se reúnen. Se hacen los balances de los pacientes covid-19 en reanimación y en cuidado intensivos. A leer parámetros de la guardia anterior, a preparar el material y los fármacos y para ti, sonriente, tres enfermos en cuidados intensivos, dice el jefe de guardia.

A contar uno, dos, tres hasta veinte, como quien se lava las manos, pero para concentrarse y ahora todos a sus puestos. Reabre la UCI y enfilan los colegas en el pasillo de muros azules y puertas blancas para atender a los contagiados. Dos de los míos son mayores de 65, y uno es menor de 60. Los dos mayores están sedados y duermen el sueño viscoso de la anestesia. Pero el menor tiene los párpados ligeramente abiertos como si estuviera despierto. Parece que me ve, como si dijera, buenos días, cómo va el mundo. Pero está sedado.

La mañana pasa demasiado rápido. Por el momento, nadie ha muerto en esta unidad. De modo que te pasas el día cuidando cada momento de vida. Cada movimiento en la UCI de covid-19 debe ser impecable: aplicar las indicaciones, estar vigilantes, celebrar, con una sonrisa, las leves mejoras. Sólo puedo entrar cuatro veces como máximo en un lapso dos horas por paciente. Se actualiza la información, se prepara más material médico y fármacos. Y sin que te des cuenta, es la hora de tomar una pausa en una sala quirúrgica. Hay que cambiarse las mudas con mucho cuidado. Es casi un striptease. Fuera todo. A lavarse las manos hasta 20 y renuevas toda la muda de protección. En la sala de descanso algunos se sientan silenciosos y cierran los ojos, pero no duermen. Parece que sueñan despiertos. Otros hablan porque buenas son las palabras para desintoxicar la cabeza u otros intercambian con psicólogos en un grupo de Facebook. Hay quienes dicen de que el café ya no sabe igual por tanto estrés.

El silencio licúa la pausa y sin que te des cuenta, debemos volver. Comienza la rutina de las pasadas en las habitaciones con una doble soledad. La tuya y la de ellos. Esto se asemeja al encuentro de dos solitarios porque está prohibido hablar. Y si comenzamos a intercambiar palabras, es muy posible que también intercambiemos el virus. Estos tres hombres saben que están solos. No pueden ver a sus familias y si mueren no tendrán derecho ni a una flor sobre su ataúd. Por eso se aferran a médicos y enfermeras, porque son tal vez el único vínculo con la vida.

Pero no hay que distraerse, uno, dos, tres hasta veinte para concentrarse porque no hay margen para el error. A hacer los nuevos balances, a actualizar la información y a tener en cuenta si alguien va a morir. Porque si perdemos a alguien, este entrará en una gruesa bolsa negra y se lo llevarán por un pasillo alterno. Después de la última pasada, esta jornada termina. El retorno es igual de silencioso. Da igual el verde inédito de la primavera si no sobrevivimos a esto. Quién sabe cómo estarán los tres hombres mañana. Tal vez la vida siga siendo más fuerte que la muerte. Pero es mejor dejar de pensar. Así que uno, dos, tres hasta veinte. Es hora de olvidar.

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