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Sociedad

Migración en dos actos

“(…)sería mucho más provechoso constituir bolsones de profesionales venezolanos que puedan ayudar a atender la demanda insatisfecha (…)”.

Cano
Cano

Un amigo muy cercano de origen chiclayano –aunque él más bien me refuerza aquello de su identidad Muchik– migró a Canadá para hacer un doctorado. Hace poco él y su novia –también chiclayana– tuvieron que visitar un hospital y ella se sorprendía de que, además de ser una entidad impecable y muy moderna, no les costara nada. Lo mismo pasa con la impresionante infraestructura de sus escuelas, comparables a los mejores colegios de Lima.

A él por ser un investigador, el Estado canadiense lo ve como un recurso valioso. Ni bien accedió a su beca, se activaron algoritmos que le llenan la bandeja de entrada de mecanismos gratuitos para que opte por asentarse, desde facilidades para la residencia hasta los permisos necesarios para trabajar. Al Estado de bienestar omnipresente, que prácticamente acosa a mi amigo para que se quede, no le importa el color de piel y ha construido una sociedad en la que viven latinos, indios, asiáticos, árabes o africanos.

Existe en ese país una convención social que valora la construcción de comunidad. Cuenta con carreteras y puentes funcionales para poder recorrer un país con el mismo número de habitantes que nosotros, pero viviendo en un territorio equiparable a Perú y Brasil juntos. Hay mucho espacio para poblar. Entonces, fuera de impuestos, el sueldo de ambos no se va en salud ni educación, sino en el paseo dominguero.

Una enfermera de Mérida, Venezuela, cuidó a la abuela de mi esposa acá en Lima con tanto cariño que, tras su muerte, calzó con nuestra necesidad de una persona que cuide a nuestro hijo bajo el rol de una nana o niñera, mientras ambos trabajamos, justamente, para pagar salud y educación. Eso hizo que nos esforzáramos por elevar las condiciones de pago frente a una persona sobrecalificada para ese rol y que ella se esforzara en adaptar sus conocimientos a tremendo reto.

Luego de casi dos años los resultados han sido espectaculares. Ella huyó de una dictadura que ha logrado que en el país con los mayores recursos petroleros del mundo se dieran recortes de energía diariamente programados, lo que lo deja sumido, literalmente, en las tinieblas. Entendemos por qué, cuando llegaron, se sorprendieron de que aquí se cobrara por la energía y los combustibles: allá el gobierno los subsidia casi a cero costo.

Ellos conforman los más de 800 mil venezolanos que han llegado a nuestro país y no han sido acogidos (o aprovechados) de la mejor manera por parte del Estado, lo que endurece aún más un fenómeno migratorio que sólo se mira en cifras globales y que, al final de cuentas, deja de lado las historias reales como estas que son las que conforman la estadística. Lo peor de todo es que el Estado ausente haya constituido una división especial de la policía nacional para enfocarse en la inseguridad venezolana. Quizás tremenda propuesta se deba extender a constituir escuadrones por cada una de las nacionalidades de los diversos inmigrantes que se encuentran en nuestro país.

Más allá de la ironía, sería mucho más provechoso constituir bolsones de profesionales venezolanos que puedan ayudar a atender la demanda insatisfecha en las múltiples materias que necesita el país en sus diferentes regiones, replicando de alguna forma aquella fórmula canadiense en la que la migración se ve más como una oportunidad que como un problema y haciendo, al mismo tiempo, que el Estado pueda estar un poco más presente.

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