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Sociedad

De linchamientos y cofradías

“Son la metáfora de un Perú pletórico de cofradías: destruyo al ajeno aunque esté sin culpa, amparo al delincuente porque es mi cofrade. Diariamente en las noticias y en todos los ámbitos”

maruja
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Edgar Pacori vivía en Juliaca. A sus 21 años era un estudiante de Ingeniería de Sistemas y también un joven enamorado. Una noche de mayo del 2013, mientras visitaba a su chica, se corrió la voz de que un ratero merodeaba por el barrio y una turba de pobladores lo identificó, lo persiguió y golpeó hasta matarlo. Tarde se supo que el instigador de ese linchamiento era Mario Pacará, el padre de su enamorada, quien se oponía a la relación. Para cortarla por lo sano, incitó el asesinato de Edgar. También en Puno, un caso mediático fue el ajusticiamiento de Cirilo Robles, alcalde de Ilave. Los vecinos de ese distrito altiplánico estaban movilizados y enardecidos pues corrían rumores de malversación de fondos en el Municipio. En abril del 2004, el desenlace fue la tortura y ajusticiamiento de Robles, filmado en todo su horror, a manos de decenas de ilaveños. Tiempo después se supo que Cirilo Robles era inocente, y que el levantamiento vecinal en su contra había sido urdido por un rival político. Muy tarde para el Alcalde; llevaba muerto algunos años.

En ambos casos tenemos un escenario con gente exasperada, una actuación violenta, anónima y grupal, una acusación de frágil fundamento, una condena sin juicio, el aniquilamiento del supuesto perpetrador, la excusa de la ineficiencia policial y judicial, y una verdad de inocencia, transparente, cuando ya es demasiado tarde. (Estamos en los linchamientos reales, no en los mediáticos).

En ciudades y pueblos del país, en Arequipa y Huancayo, en Huánuco y Lambayeque se queman vivos a presuntos delincuentes, o se les golpea hasta hacerlos desfallecer. Para algunos, la causa de esta práctica es la supervivencia de ancestrales formas de justicia; para la mayoría, el descrédito de la formalidad, de la política, y la raleada densidad del Estado. Se afirma que en los últimos tres meses, el 52% de quienes vivimos en Lima o alguno de nuestros familiares ha sufrido algún hecho delictivo. La sensación de miedo en esta ciudad alcanza al 95% de la población. Ahí es el turno de mencionar la poca cantidad de policías por habitante, su labilidad ante la corrupción, lo destartalado de las instalaciones policiales, sobre todo en zonas periurbanas, donde no cuentan ni con una computadora.

Pero todos estos argumentos se desarticulan al leer La República en su edición del jueves pasado: en la misma página de la Sección Sociedad se registra que vecinos de un asentamiento humano en Villa El Salvador quemaron una mototaxi –y casi a su conductor– pues una pasajera gritó que le robaban sus pertenencias. Al costado, otra nota periodística nos informa que una “turba ataca a policías para impedir el arresto de un conductor ebrio”. El chofer borracho ocasionó un accidente, la policía lo persiguió hasta su domicilio, en Ate. Sus vecinos golpearon a los custodios y los acorralaron, cerrando las rejas de la cuadra. En otras ciudades se han registrado incidentes similares, incluso con miembros del Serenazgo; pobladores amigos del infractor, golpeando a quienes se supone están para su protección.

Ambas notas periodísticas, una al lado de la otra, no son contradictorias. Son la metáfora de un Perú pletórico de cofradías: destruyo al ajeno aunque esté sin culpa, amparo al delincuente porque es mi cofrade. Ejemplos de lo anterior, diariamente en las noticias y en todos los ámbitos, desde el Congreso, el Poder Judicial, los gremios empresariales, los partidos políticos y un vasto etcétera de hermanitos.

Maruja Barrig. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.