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Política

El posapocalipsis y una intervención delicada, por Juan De la Puente

Cuando parecen cerrarse todos los caminos para una salida a la grave crisis política, el Acuerdo Nacional interviene con propuestas a tomar en cuenta. En medio están las coaliciones débiles, el que se vayan todos, la democracia desgarrada.

Cambios. Propuesta del Acuerdo Nacional es sensata. Elecciones sin nuevas reglas de juego y actores sería más de lo mismo. Foto: URPI/ La República
Cambios. Propuesta del Acuerdo Nacional es sensata. Elecciones sin nuevas reglas de juego y actores sería más de lo mismo. Foto: URPI/ La República

La noticia indica que el Acuerdo Nacional (AN) le ha propuesto al presidente Castillo una agenda de gobernabilidad con dos puntos cruciales, la designación de un gabinete de ancha base y el nombramiento de funcionarios probos. Nunca el AN había intervenido con esta profundidad quirúrgica en una crisis. Subestimada por los gobiernos y criticada por los que no entienden el consenso -que son muchos- el AN parece ser la última línea de la unidad nacional en esta hora o, en otra mirada, la primera de una etapa realmente nueva.

La vacancia divide al país -aunque no en dos mitades-, y es menos popular que el otro deseo, el “que se vayan todos”. La reciente encuesta del IEP es reveladora en este punto. En Lima, el territorio más opositor, la vacancia es respaldada por el 59%, y en el sur, el menos opositor, por el 42%. Esos 17 puntos de diferencia se acortan significativamente cuando se pregunta por las elecciones generales adelantadas: 83% a favor en Lima y 76% en el sur, es decir, solo 7 puntos de diferencia.

Las elecciones adelantadas ya no son un asunto ideológico. Según la misma encuesta, la vacancia es respaldada por el 31% de quienes se definen de izquierda, por el 53% de los “centristas” y el 64% por los de derecha. En cambio, “que se vayan todos” es aprobado homogéneamente por todo el arco de ideas: 79% por la izquierda, 82% por el centro, y 80% por la derecha.

A los peruanos de hoy los une la selección de fútbol, el ceviche y las elecciones adelantadas.

A pesar de ello, ¿por qué un respaldo masivo carece de impulso? La respuesta podría encontrarse en la naturaleza de una crisis que no es sometida a revisión hace rato, y sobre la que se tienen sentidos comunes todavía incuestionables.

Nuestra larga crisis debe ser repensada y no deberíamos renunciar al análisis en favor de los deseos. En varias notas observo un sesgo recurrente: se pugna por el cuidado de las reglas del sistema, un punto de entrada nebuloso porque la destrucción de esas reglas ya sucedió en una gran medida. No nos encontramos en el momento del apocalipsis, sino en el posapocalipsis.

Por lo menos tres elementos me llevan a esa conclusión: 1) que las elecciones no renovaron la democracia y sus valores republicanos; 2) que la destrucción de las instituciones es real, es decir, que la implosión del Ejecutivo y Legislativo es vigente y progresa, de modo que los poderes son muy poco poderosos; y 3) que la sociedad exhibe un débil impulso como respuesta al proceso destructivo, o su fuerza es menor frente a la intensidad de la crisis.

La gravedad del período no reside en las amenazas convencionales. Estas se han concretado. Es el cuadro de un país sin política al que los actores -incluyendo los intelectuales de lo público- le continúan pidiendo resultados “institucionales” sin apreciar la evaporación de las reglas conocidas y que aún se creen existentes.

La realidad indica que esos cánones se diluyeron. De la política sin partidos transitamos a la política sin política, es decir, sin fuerza, impulso, capacidad de sumar, organizar, acordar y resolver. La anterior política se expresa en grupos errantes que divagan en un escenario sobre el que no deciden. Llamémoslo contrapolítica.

El pueblo es un elemento crucial de este escenario; entra y sale de la coyuntura con facilidad con menor vigor que en el pasado. La indignación se intercala con la resignación ayudada con el fenómeno inédito de una izquierda que ha renunciado al cambio.

Salir de la crisis es una discusión de fondo y forma. El Perú vive el viejo/nuevo debate que consiste en proponer la mejor opción en el breve plazo. El toque de queda del 5 de abril ha disparado pronósticos, apuestas y soluciones. En un enorme lienzo nacional se dibuja el futuro con variados trazos, desde el matemático (“lleguemos a los 87 votos”) hasta el físico (“seguir golpeando hasta que se caiga o renuncie”), pasando por el químico (“agregar marchas, mociones de vacancia y operaciones psicológicas”).

No descarto que se concrete alguna de esas soluciones o que, agregadas, provoquen un desenlace inesperado. Por ahora, no obstante, el lienzo aguanta todo. A pesar de los deseos se afirma la tendencia a que la salida consiste en… que no hay salida, por lo menos en el breve plazo invocado con urgencia. La inercia es también una opción a tono con el registro histórico de otras largas crisis del siglo XX.

En lo formal, no hay alternativa a la vista porque no hay una coalición que la lleve adelante con la fuerza necesaria. Las coaliciones que operan son débiles y no alcanzan a cubrir la amplitud y profundidad de un escenario crítico. Las pequeñas coaliciones se organizaron en 2021 para la antigua disyuntiva vacancia/no vacancia contenida en el registro golpismo/democracia que la realidad ha desbordado.

El institucionalismo, predominante en la academia y los medios, les exige a las instituciones retroceder para reorganizar todo, decapitarse a pesar de que carecen de presión o de incentivos, o pactar un futuro compartido hasta el 2026. La base de estos llamados es que el país está polarizado y, entonces, hay que despolarizarlo. De hecho, los despolarizadores abundan y exhortan a la cordura a los actores bajo la idea de que están desquiciados, ignorando sus intereses políticos y económicos. No obstante, todos los días se tiene evidencia de que la polarización inicial Congreso/Gobierno, derecha/izquierda o neoliberalismo/keynesianismo se ha relativizado y desbordado por una extensa fragmentación. La historia registra dos momentos parecidos, la posindependencia y la posguerra con Chile.

La democracia está desgarrada y no produce resultados mínimos. La idea de que se vayan todos es aparentemente la más razonable como respuesta al posapocalipsis, pero implica riesgos de gestión. No será de consumo inmediato y, en ese camino, la propuesta del AN a Castillo es muy sensata. Podría romper la inercia de los números y los movimientos. La única coalición apta para esta etapa parece ser la unidad nacional. Ni las mesas de notables ni los cenáculos conspiradores.

Tienen razón los que afirman que nuevas elecciones sin cambios en las reglas de juego y de actores arrojarían resultados parecidos a los actuales, de modo que la primera virtud de esa alternativa consiste en que no sea utilizada como un arma arrojadiza de las pequeñas batallas, sino una opción a tratarse con la suficiente ponderación, como parece ser el sentido de la propuesta del expresidente Francisco Sagasti. Que el Acuerdo Nacional procese la salida sería en sí misma, por fin, una salida.

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