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Política

El precio de la democracia

“Miré la composición demográfica de los presentes y tuve que darle la razón: los jóvenes a la obra, los viejos a la cola de votación”.

El precio de la democracia
El precio de la democracia

Me tocó votar en la mesa 041506, aula 101. Fui de los primeros en llegar. El problema es que faltaba un miembro para abrir la mesa. El personal de la ONPE se afanaba procurando convencer a alguno de los presentes que ocupara el lugar vacío. Nadie se animaba, todos esgrimíamos los más variados pretextos. El señor que me precedía (81) tenía tres perros aguardando en casa, la señora que me sucedía (67) tenía que preparar el almuerzo para su familia. Por mi parte aduje el horario de entrega de esta nota para el diario que se encuentra en sus manos, lector.

Después pensé que era realmente un pretexto (podía haber pedido un plazo mayor). La gente seguía llegando y la frustración aumentando. Un “emprendedor” que ocupaba el segundo lugar propuso hacer una “chancha” para animar a alguno de los presentes. Lo decía a voz en cuello, como un vendedor ambulante. Nadie compraba.

La angustia era palpable. Los de la ONPE advertían que si hasta las doce no se constituía la mesa, todos deberíamos pagar la multa. Llegó un joven en su scooter. El personal de la ONPE lo abordó y condujo al interior de la 101. La expectativa de la cola, que seguía creciendo, era palpable. Miré por la ventana y traté de refrenar mis fantasías recordando un verso de Kavafis: “A tan vana esperanza no desciendas”. El poeta, como de costumbre, tenía razón. El muchacho hizo la finta, se acercó mucho a la mesa y se marchó, raudo, en su vehículo de dos ruedas. Ni siquiera se quedó a hacer la cola.

Una de las funcionarias comentó: “Los jóvenes no se interesan en las elecciones”. Miré la composición demográfica de los presentes y tuve que darle la razón: Los jóvenes a la obra, los viejos a la cola de votación. No podía evitar mirar ansiosamente por la ventana el asiento desocupado de la mesa. Los otros dos estaban integrados por dos personas muy jóvenes, en contradicción con lo antes dicho. El “emprendedor” iba subiendo la oferta: “¡Doscientos soles podríamos juntar entre todos los de la cola!”, vociferó. Y añadió, como para darle peso moral a su argumento: “Yo me inmolé el año pasado y lo hice gratis”.

Finalmente un señor de avanzada edad, recién llegado, aceptó. El negociante cívico insistió en hacer la colecta y darle el dinero. “Es voluntario”, precisó. Cuando voté, el heroico caballero me preguntó: “¿Usted es el psicoanalista?”

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