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Política

Enmascarado de plata

La condena de Santos.

Editorial
Editorial

El exgobernador regional de Cajamarca Gregorio Santos ha sido sentenciado a casi 20 años de prisión por los delitos de asociación ilícita para delinquir, al haberse demostrado que direccionó las licitaciones de obras públicas durante su gestión.

Las pruebas, actuadas luego de un largo juicio, que tuvo 270 audiencias y en el que se revisaron 150 mil documentos, son contundentes. Se ha logrado acreditar que los empresarios coludidos con Santos hicieron depósitos a la cuenta de este y que, en otros casos, el dinero fue entregado a los colaboradores del exgobernador, quienes retiraban el dinero y se lo entregaban. En el cuaderno de uno de los empresarios, se encontraron las anotaciones de los pagos a Santos, confirmados por los reportes bancarios y el historial de llamadas telefónicas entre ellos.

La sentencia es emblemática; sanciona un caso de clara corrupción regional y pone en evidencia el buen trabajo de los jueces y fiscales y, al mismo tiempo, confirma los hallazgos de los órganos de control. La condena se dirige además contra un excandidato presidencial que obtuvo cerca del 5% de votos en las elecciones del año 2016 y que representaba uno de los discursos más radicales de la izquierda en la política peruana.

Es una condena a la corrupción, y no a la izquierda en su conjunto, porque la corrupción no tiene ideología. No obstante, vale la pena señalar que el discurso extremista de Santos no se condecía con la eficacia. No es nuevo ni casual que la falta de eficacia y de escrúpulos se enmascaren de posiciones extremas que operan finalmente como una coartada, a veces contra los opositores internos, contra Lima en el caso de autoridades regionales o locales, o contra supuestos enemigos del pueblo que tejen conspiraciones con los líderes populares.

El balance de la gestión de Santos no es auspicioso ni para Cajamarca ni para la izquierda. Gran gran parte de esta tuvo la oportunidad de deslindar con el exgobernador y no lo hizo, demostrando falta de coherencia en la lucha contra la corrupción, que parece importar más cuando los corruptos son de otra tendencia, en similar sentido cuando se trata de los derechos y libertades que se reclaman en el Perú pero no en Venezuela, por ejemplo.

Queda como lección no solo la necesidad de la coherencia entre la teoría y la práctica, sino también el reconocimiento de que el manejo del Estado y de las políticas públicas exigen un nivel de competencia que trasciende la palabra. Con guitarra y con cajón, el gobierno requiere compromisos y resultados.