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Política

Las barbas en remojo

“El malestar de las mayorías despierta las formas más extremas de discriminación, desprecio y odio, de parte de las minorías”.

RONCAGLIOLO
RONCAGLIOLO

En las últimas décadas, el Perú ha seguido el mismo rumbo que Chile. Nuestro vecino del sur ha sido considerado como un ejemplo de buen alumno, al que hay que emular e imitar. Por lo mismo, cabe preguntarse si el vendaval que hoy sacude a Chile podría repetirse en algún momento en el Perú.

Algunos consideran la revuelta chilena como anuncio de su ingreso al primer mundo. Costoso ingreso, puesto que los obliga ahora a reconsiderar todas las bases de su crecimiento, desde las AFP, las privatizaciones y el deterioro de la educación y la salud públicas, hasta su Constitución Política (producto de Pinochet, como la muestra lo es de Fujimori).

En lo que hay un acuerdo general es en que tal revuelta, como otras, resultan un efecto de la desigualdad, el abuso y la corrupción. Como alguien dijo, a los chilenos se les prometió el paraíso, pero se encontraron con que las puertas del paraíso estaban cerradas para la mayoría.

Hay que ubicar lo de Chile en el marco del siglo XXI. A diferencia del anterior, este siglo no nace signado tanto por la guerra o la pobreza, como por la desigualdad.

Así lo indican las cifras: hubo 65,000 muertos en batallas interestatales en 1950 frente a 20,000 en el 2017. El siglo XXI contrasta, hasta ahora, con el siglo XX, que fue el siglo de las guerras calientes más sangrientas y prolongadas; y de las guerras frías más destructivas.

Y en cuanto a la pobreza: había 3/4 de la población mundial en la llamada “extrema pobreza” en 1950; hoy, menos del 10%. ¿Por qué entonces aumenta el descontento en tantas partes? Ya nadie duda de que la razón del descontento reside en el crecimiento espectacular de la desigualdad, con la consiguiente frustración de las expectativas. Un ejemplo: en 1965 un CEO de los EEUU ganaba 20 veces lo que un trabajador; en el 2013, 296 veces. Entre 1973 y el 2013 la productividad de EEUU creció 73%; los salarios, 11.1%.

La desigualdad es aderezada con la falta de movilidad social, el abuso y la corrupción. Todo junto lleva a la desconfianza generalizada en la democracia realmente existente. Cada vez menos gente cree en los políticos, sus discusiones y sus intercambios de agresiones. Y cada vez votan menos jóvenes, ahí donde el voto es voluntario.

Al mismo tiempo, el malestar de las mayorías despierta las formas más extremas de discriminación, desprecio y odio, de parte de las minorías. Baste recordar las expresiones de Pedro Olaechea sobre las mujeres y las peluquerías, o lo que decía en el 2013 la actual “presidente interina” de Bolivia: “la ciudad no es para los indios, que se vayan al altiplano o al Chaco”.

Nunca había habido tan grave y extendido divorcio entre políticos y ciudadanos. Aunque desde Maquiavelo, y aún antes, desde la reforma agraria de los hermanos Graco, en la Roma del siglo II a. C., sabemos que el orden republicano solo puede fundarse sobre cierto límite a las desigualdades.

Contra la mentalidad del avestruz y contra los políticos que son capaces de llegar a los extremos citados, es que surgen las manifestaciones de protesta y los vandalismos. Más vale prever que lamentar.

Rafael Roncagliolo. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.