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Política

Solidaridad caviar bajo ataque

“La solidaridad con quien sufre se está transformado en una práctica criminal, que pretende paralizar la mano de quien generosamente la tiende”.

Maruja Barrig
Maruja Barrig

“Que te violen esos negros”, le gritaron desde el muelle unos jóvenes a Carola Rackete, una alemana de 31 años, capitana del barco Sea Watch - 3, mientras desembarcaban 42 refugiados en Lampedusa, sur de Italia, a quienes ella había rescatado en el Mediterráneo. Fue en junio pasado. La Lega de Lampedusa, filial del partido político de Matteo Salvini, vicepresidente y ministro del Interior, reprodujo insultos sexistas contra Rackete de tan grueso calibre, que la dirección partidaria los desautorizó y borró. Eran más de dos semanas que la joven capitana solicitaba autorización para llevar a sus pasajeros a buen puerto, hombres y mujeres, dos de ellas embarazadas, y niños sin acompañar. Italia y Malta le habían negado el desembarco. Ella desobedeció, y al avanzar hacia Lampedusa, chocó contra un barco de la Policía de Fronteras italiana, que pretendía detener su travesía. La capitana fue acusada de “resistencia o violencia contra un buque de guerra”, cargo penado hasta con diez años de prisión. La joven, según las agencias de noticias, había declarado: “Nací rica, soy blanca, alemana, tengo el pasaporte adecuado y tres títulos universitarios. Me siento en el deber de ayudar a la gente que está en una situación peor que la mía”. En tanto Salvini retrucó: “La nueva heroína de la izquierda es una capitana blanca, rica y alemana que no sabía cómo pasar el tiempo y decidió venir a Italia a rompernos los h…”.

Pese a una solidaridad crecientemente criminalizada, Rackete fue absuelta por un juzgado italiano que señaló que cumplió su deber al salvar a esas personas que estaban a la deriva, en el océano. Actitud semejante a la de su compatriota Pía Klemp, bióloga de 36 años, también capitana de un barco de rescate, que en el 2017 fue retenido por las autoridades de Lampedusa; eran años que venía auxiliando a cientos de personas que, partiendo de Libia, eran abandonadas a su suerte en el mar. Ella y los miembros de su tripulación aún enfrentan un juicio por “fomentar” la inmigración ilegal que podría condenarlos a 20 años de cárcel.

Europa ha ido recortando la entrada por el Mediterráneo de refugiados y solicitantes de asilo, al delegar en la Guardia Costera libia la intercepción de quienes encuentre en el mar, para devolverlos a Libia y, en la práctica, a la muerte. A inicios de la semana pasada, un campamento a 15 kilómetros de Trípoli que albergaba a 620 refugiados fue bombardeado desde el aire. Murieron 40. La mayoría de ellos habían sido apresados en altamar cuando intentaban atravesar el Mediterráneo.

Y al otro lado del Atlántico está el geógrafo Scott Warren de Ajo (Arizona), un pueblo a unos 50 kilómetros de México, desierto de Sonora. Su organización humanitaria deja comida, agua y ropa en el desierto para los migrantes que osan atravesar la frontera. Detenido por agentes de la Patrulla Fronteriza, Warren fue enjuiciado en enero del 2018 por “conspiración para albergar y transportar a extranjeros ilegales”. Pese a que su juicio fue declarado nulo, hace pocos días la fiscalía ha insistido en un nuevo proceso: el gobierno sostuvo que la disuasión de la entrada ilegal en la frontera era más importante (sic) que los posibles riesgos para la vida de los migrantes. Él enfrenta hasta 20 años de prisión.

La solidaridad con quien sufre se está transformado en una práctica criminal, que pretende paralizar la mano de quien generosamente la tiende. Así estamos.

Maruja Barrig. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.