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Política

Prisioneros de nuestras palabras

Mirko 7 de julio
Mirko 7 de julio

La antigua frase según la cual las palabras se las lleva el viento ha perdido sentido. Hoy prácticamente todo lo que hemos dicho o escrito va a parar a una gran memoria digital, de donde puede regresar para emplazarnos. La peligrosidad de lo alguna vez expresado no es nueva, pero la intensidad del fenómeno sí. Nunca el silencio fue más de oro que en estos tiempos.

Con la vida pública convertida en un espacio de destape y de acusación, los intercambios privados han pasado a ser materia prima de la política. Esto no solo marca una crisis de la intimidad, sino también una crisis de los contextos, y en esa medida del sentido mismo de lo expresado. La memoria digital registra, pero no siempre puede explicar.

Esto ya debería haber producido un mundo mucho más cuidadoso frente a lo que dice, pero no ha sido así. Todavía no nos hemos resignado a retirar todo trazo de intimidad o espontaneidad de nuestras comunicaciones. Pues eso sería reconocer que vivimos bajo constante, interminable vigilancia. Algo que siempre vamos a preferir no reconocer, y menos amoldarnos a ello.

Una democracia no quiere convertirse en ese hermano mayor que siempre está vigilando, como en 1984 de George Orwell, y explorando el lenguaje de la ciudadanía. Pero el cúmulo de libertades servido por internet a la humanidad paradójicamente está llevando a las democracias por un camino parecido al de las dictaduras. La frase cuidado con lo que dices, está cobrando un nuevo sentido.

La minería de lo privado se ha vuelto una gran industria, que alimenta el espionaje, el periodismo, la justicia o la denuncia política directa. Frente a eso, en el 2014 la Unión Europea legisló el “derecho a ser olvidado”, aunque con la contraparte limitante de un derecho público a conocer. Pero no parece que las leyes vayan a frenar a la electrónica.

Acabamos de ver cómo una vez pescadas y publicadas, los intercambios privados de un grupo de políticos en WhatsApp se han convertido en indiscreciones. Con muy poca relevancia legal, si alguna, limitado efecto político. Desearles el mal a los enemigos o referirse a ellos con groserías pueden ser señales de vulgaridad, pero no material para la justicia.

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