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Dolida patria, por Ángel Páez

“Los exiliados que vivieron contra su voluntad fuera de los linderos nacionales escribieron en condiciones excepcionales de persecución, miedo y tristeza infinita”.

Anduve recientemente por los últimos reductos de los libros viejos en el centro de Lima, en los jirones Quilca, Camaná y Amazonas, y tuve la fortuna de encontrar algunas joyas de la poesía nacional. Libros de poetas que sufrieron exilio.

Había un tiempo en que los escritores eran desterrados o escapaban del país, dominado por los sátrapas que odiaban la literatura. Émulos peruanos de José Stalin, Adolfo Hitler y el ayatolá Jomeini, quienes suponían que aniquilaban para siempre a sus enemigos con la quema, censura o desaparición de los libros. Pero los libros sobrevivieron a los dictadores que persiguieron a los poetas.

La lírica de los que consiguieron escapar del plomo de sus perseguidores es muy particular porque representa el testimonio de una época que podría repetirse. Es una lírica forjada por la distancia, la añoranza, la nostalgia por la patria. Los exiliados que vivieron contra su voluntad fuera de los linderos nacionales escribieron en condiciones excepcionales de persecución, miedo y tristeza infinita. Por eso, sus versos siempre estarán en vigencia, porque la noción de patria de los poetas exiliados está escrita con el furor del sueño del retorno.

“¡Ay, Perú, patria tristísima! / ¿Dónde vieron los poetas pájaros transparentes?/ Yo solo veo dolor, / yo únicamente amargas cocinas, / yo, puramente platos vacíos, / a mí solamente sálenme espinas,/ lobos furiosos del pecho abierto./ ¿Dónde no estuvo la tiranía,/ la frente arrasada,/ el pétalo impotente?/ ¡Hasta en las más tiernas frutas/ siento carbones encendidos!”, escribió Manuel Scorza en Las imprecaciones (1955).

Y Juan Gonzalo Rose, en Cantos desde lejos (1957), pergeñó desde el exilio: “Patria, isla doliente donde el mar no llega. / (...) Y aquí, los desterrados,/ despiertan con el rostro siempre vuelto/ hacia el morado sol de tus olivos./ El día del regreso, de mí no les preguntes: en todos he de estar./ Con los que acá se pudran/ me quedaré dormido,/ con los que a ti retornen/ caminaré en el mar”.

Sin la poesía, podría haber sido mucho peor afrontar el destierro, que es como vivir en un ámbito extraño, sin los pies ni el corazón en la tierra. Por eso la poesía de los exiliados, de los desterrados, de los pateados de su propia patria, es dura contra la patria.

“Oro/ y miseria/ del Perú. Salón/ de horrores/ y belleza. He dicho,/ visto/ y oído, con el alma/ pegada en la tierra. Veo/ que nace entre la sangre el rostro/ de la rosa, entre la noche el día, el cielo/ abierto en res entre la tarde, el oro/ puro bajo el cielo de oro”, escribió Alejandro Romualdo en Como Dios manda (1967).

Probablemente, de estar vivos, Juan Gonzalo Rose, Manuel Scorza y Alejandro Romualdo serían más severos hoy con su patria. Enardecidos, exigentes, rebeldes, porque sigue siendo una patria injusta y dolida. No hay otra forma de amarla.

La República

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