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La cultura del arribismo consagrado, por José López Luján

“Esta permisividad atroz, por otro lado, ni siquiera es conducente a la formación de una sociedad competitiva o capitalista, como algunos podrían creer”.

Por José López Luján, poeta y ensayista

Entre los muchos vicios que el fujimorismo nos dejó, uno de los peores seguramente es esta cultura de lucro informal que ha arraigado en la clase popular, y que, en un sector no pequeño, ha degenerado hasta el grado de una adicción incurable por la más absoluta desregulación y la desaparición de la noción de abuso.

Animados por campañas mediáticas más o menos solapadas (comerciales, espacios consagradores, miniseries encomiásticas, etc.), migrantes del campo o sus hijos mordieron el anzuelo de una promesa de ascenso económico y social que muchas veces se basaba en un mero arribismo mercachifle o seudo industrial. Descubrieron también, por desgracia, que tal ascenso podía incluso servirse impunemente de la clandestinidad, del delito tributario y hasta del encierro y sacrificio de sus trabajadores.

El aparato político que busca explotar esta lacra la maquilla con el término electorero de “Derecha popular”, englobando torcidamente diversos emprendedurismos, no todos delictivos ni execrables, claro está. Pero ese extremo ávido y brutal así incluido, imposible de dignificar por ningún camuflaje, se asienta indiscutido en la consciencia de una porción de la población, envileciendo a quienes se benefician con él y torturando a quienes lo padecen.

Esta permisividad atroz, por otro lado, ni siquiera es conducente a la formación de una sociedad competitiva o capitalista, como algunos podrían creer (sin que falten tampoco quienes sin creerlo lo sostengan). Vistos los paradigmas mundiales de prosperidad y estabilidad, tanto sociedades duramente reglamentadas como otras más libremercadistas y abiertas no pueden basar, sosteniblemente, ninguna mejora económica ni mucho menos social en la anomia y el canibalismo microempresarial. Algunos años o hasta décadas de crecimiento de ingresos, con una enorme marginalidad legal y un reputado desprecio por la dignidad humana, no serían solo un periodo de prosperidad falaz, sino el retorno a un tribalismo que creíamos superado.

Pero estos extremos de codicia facilista e inescrupulosa, que ya prohijaron y envenenaron a buena parte de una generación en nuestro país, probablemente no puedan ser superados solo por leyes fácilmente revocables. Ni, en contra de lo que muchos creen, por una nueva Constitución (impredecible por cierto, a la luz de la última conformación congresal elegida).

Además de las necesarias reformas y reglamentos que rectamente fijen plazos para la formalización, que supervisen y sancionen proporcionalmente los diversos grados de abuso y delito, se requiere de un cambio cultural y formativo. Y su arranque y sistematización (y su mantenimiento por lo menos por un lustro) está al alcance de un gobierno mínimamente honesto y decidido, dados los medios de difusión de que dispone.

Sin ser delirantes, podemos creer que, en lugar de horas y horas de enlatados repelentes y programas absurdos, los medios estatales podrían iniciar un cambio con la exhibición periódica de los resultados de la labor de fiscalizadores laborales (si vamos a creer en sus cifras, vivimos en el paraíso de la justicia laboral) y municipales.

También se puede intentar con la difusión de ejemplos donde se recalque la justicia y licitud de la actividad emprendedora, no solo sus logros económicos. Todos podemos exigir la certificación de buenas prácticas laborales visible en los productos que compremos, y sancionar su falta dejando de comprarlos.

Revertir o siquiera atenuar la adicción a gozar y vanagloriarse de un lucro ciego a una mínima humanidad será tarea que seguramente exigirá más y mejores propuestas, y cuyos beneficios no serán visibles muy pronto ni convincentes para todos. Pero nunca será iluso tratar de comprometer y concientizar a todos y no solo para un lamento pasajero cada vez que nos enteramos de adolescentes contaminados por diez o doce horas diarias o quemados vivos en contenedores.

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La República

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