El triunfo de Pedro Castillo expresó el hartazgo ciudadano de la corrupción de guante blanco de los sucesivos gobiernos en las últimas tres décadas y la postergación de sus demandas. Aplaudidos por los organismos multilaterales y calificadoras de riesgo, por exhibir una macroeconomía estable y un Estado mínimo, mantuvieron las cuentas fiscales en orden al utilizar el gasto social como la variable de ajuste. No en vano somos el país con el mayor número de muertos por COVID-19 con relación a su población en el mundo. Al inicio de la pandemia solo había 300 camas UCI. Ni hablar de índices de tuberculosis, anemia infantil, niveles de comprensión lectora o informalidad.
Tras ocho meses y medio de gobierno, el maestro ha defraudado a su electorado. No conformó un gabinete de amplia base para contrarrestar los manotazos de ahogada que la nuevamente derrotada Keiko Fujimori daría, apoyada desde el exterior por la Fundación Internacional para la Libertad, presidida por Mario Vargas Llosa, y en el plano interno por las fracasadas marchas organizadas por Willax, Renovación Popular y compañía. Además, la Fiscalía de la Nación investiga a varios miembros de su gabinete ministerial por presuntos actos de corrupción, posibles favoritismos a favor de empresas vinculadas a su entorno y ha incumplido sus promesas electorales.
Pero la chispa que desató las protestas sociales y la desaprobación a su gestión (76%) tiene origen externo: la inflación mundial. Tomada inicialmente como un fenómeno pasajero por los bancos centrales del mundo, esta se muestra hoy indomable. Ya en 2021, la interrupción de las cadenas de suministro globales como resultado de los cortes de producción durante la pandemia, en 2020, impulsó la inflación por el aumento de los costos del transporte. La inflación en el Perú, en 2021, registró 6.4%, la más alta en trece años. Como en todo el mundo, se pensaba como fenómeno circunstancial.
Pero la invasión rusa a Ucrania a fines de febrero y las draconianas sanciones económicas de Occidente actúan como un búmeran sobre sus artífices y sobre la economía mundial. Los exorbitantes incrementos del petróleo, los fertilizantes y los alimentos como el trigo y maíz están generando una presión inflacionaria descontrolada, causando una catástrofe humanitaria que incrementa la desigualdad en el mundo. Según la FAO, el índice global de los alimentos es el peor en los últimos treinta años.
La inflación interanual al mes de marzo, en Estados Unidos, ha registrado un 8.5%, la más alta desde 1981. Las consultoras internacionales y bancos (Wall Street, Dresdner Bank, J.P. Morgan, Goldman Sachs, otras) vislumbran ya un panorama de recesión, pues la Reserva Federal incrementará las tasas de interés para frenarla. El presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, ha señalado que en el pasado la Fed pudo combatir la inflación subiendo las tasas de interés sin provocar una recesión, pero admitió que no hay garantía de que pueda lograrlo esta vez. Fenómenos similares ocurren en el Reino Unido, la Unión Europea y América Latina.
En el Perú, la inflación del primer trimestre de este año ha sido un 2% (solo en marzo, 1.5%). Nuestro país es importador neto de petróleo, fertilizantes y alimentos básicos. Sus agroexportaciones no forman parte de lo que representa la seguridad alimentaria: se puede vivir sin espárragos, arándanos o mangos, pero no sin trigo ni maíz. La seguridad alimentaria y sanitaria son nuevos desafíos para considerar como políticas de Estado.
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Los alimentos representan un porcentaje mucho mayor de la canasta de consumo promedio de los hogares en países emergentes o en desarrollo como el nuestro por lo que no es de extrañar que Castillo pierda su base electoral, la más afectada por la inflación. La solución planteada consistente en eliminar el IGV a los productos de la canasta familiar, de forma generalizada, no es una decisión adecuada pues termina siendo una medida regresiva al favorecer a los que más tienen y origina un forado fiscal.
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