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El rey está desnudo

“Con respeto, buenos modales y paciencia para repreguntar, el duelo logró su objetivo; vimos la desnudez del hombre. No es un espectáculo agradable, pero eso, como dice el semanario, cada lector lo juzgará”.

Las entrevistas que me gustan se parecen a un duelo. Los oponentes no son enemigos, pero sí adversarios temporales. Durante el lance, uno de ellos intenta mostrar un personaje construido para la ocasión y el otro trata de desmontarlo y encontrar a la persona. El entrevistado va provisto de una armadura que le ha confeccionado a veces su ego, a veces una improvisada asesoría. El entrevistador hábil usa su cuestionario, su investigación, su ingenio, su capacidad de repreguntar, de escuchar con atención, para recoger esas preguntas que quedan ahí, rebotando, servidas para entrar matando. Cuando se hace bien, la coraza del entrevistado se va desmontando pieza a pieza y el adversario queda desnudo. Máscaras al suelo y el público está servido.

Entiendo por qué los políticos detestan las entrevistas. No es un ejercicio fácil aferrarse a un personaje y no salir de este. Menos cuando el entrevistador, a veces con la delicadeza de un neurocirujano, va develando capa a capa las inconsistencias, debilidades, corruptelas y hasta crímenes que pretende esconder ese sujeto de ficción que tiene al frente. La entrevista del presidente Castillo concedida a César Hildebrandt cumple con creces el objetivo. Muestra a un Castillo que no quiere mostrarse. A veces por lo que dice y, a veces, por lo que no dice.

Todo entrenamiento al que se somete un potencial entrevistado, como lo ha sido Castillo por sus asesores, parte de una premisa. ¿Qué quiero decirle a la audiencia? Una entrevista exitosa, desde el punto de vista del entrevistado, es la que logra colocar, de forma creíble, los mensajes que ha construido para la ocasión. En el caso del presidente, él es el mensaje. ¿Y quién es él? Esa pregunta inicial de Hildebrandt es la que marca la pauta de toda la entrevista. La respuesta “un hombre del pueblo” (con reminiscencias a “un presidente como tú” de Alberto Fujimori) se reitera una y otra vez, tanto que deja de tener sentido para que Hildebrandt remate con un “pero esa es una frase”. Cae la máscara y queda la nada.

Hay más desarmadas del personaje. “El aprendiz humilde” se torna falso cuando, saliendo de tantos errores (reconocidos de forma genérica mas nunca puntual), se le confronta con el nombramiento de Salaverry, quien no ha sido crítico de Castillo, aunque este pretenda imponer la idea de una gran concertación con sus enemigos políticos. Las preguntas de Cuba, Nicaragua y Venezuela venían de cajón. El negarse a dar una respuesta crítica no lo hace “el estadista” sino que lo mueve al comunismo, marxismo, leninismo que niega en todas las formas. Pero es en la gestión de crisis donde el presidente resbala en todos los huaicos que Hildebrandt le avienta encima: su negada relación con Karelim López es un cuento inverosímil así como el del uso de la casa del jirón Sarratea; dejar que el ministro del Interior se arregle por sí solo con el comandante general de la Policía demuestra ausencia de liderazgo; recurrir a la muletilla de la “evaluación” como excusa ante la ausencia de decisión lo presenta como un hombre desorientado y sin capacidad de gestión; su supuesta ingenuidad sobre la relación del Movadef y Conare no se la cree ni él. En fin, un naufragio por donde se le mire.

Los asesores de Castillo pensaron que César Hildebrandt cumpliría el doble propósito de presentar al presidente como un hombre valiente frente a los medios sin nada que ocultar (no en vano es un periodista temido) y que con esto terminarían las críticas a su silencio de seis meses. ¿Creyeron que el entrevistador (que no es precisamente un hombre de derechas) le haría los honores? No fue así. Con respeto, buenos modales y paciencia para repreguntar, el duelo logró su objetivo; vimos la desnudez del hombre. No es un espectáculo agradable, pero eso, como dice el semanario, cada lector lo juzgará.

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