Senamhi: alerta roja por fuertes vientos y lloviznas

Solo cenizas

La República fue testigo de excepción de una cremación que permite decir ¡nunca más!

“Murió solo y como un muerto cualquiera”, derrotado y solo. En la crónica de Ángel Páez se reviven las horas que duraron la verificación de la identidad y la posterior cremación de quien fuera el peor genocida de la historia del Perú: Abimael Guzmán.

Las cenizas del criminal han sido esparcidas en algún lugar desconocido, y al disiparse solo nos traen a la memoria la desolación y el terror que provocaron las huestes senderistas en los casi 20 años que duró el apocalipsis en el que sumieron al país. Fueron dos décadas de una sucesión interminable de muertes, atentados, coches bomba y voladura de torres. Fueron años de apagones, carestía, emigración y aislamiento.

Finalmente, la captura y ahora la muerte natural nos colocan ante la posibilidad de decir ¡nunca más un Abimael! Y cerrar la puerta a los discursos de odio, a la violencia como partera de la historia y al enfrentamiento en razón de la raza y la clase social.

Abimael, “el hombre que diseñó, dirigió y consumó la atroz guerra”, según descripción de Páez, nunca dejó la comodidad de la casa clandestina de ciudad para ir al campo y pelear desde las trincheras. Expuso a muchos peruanos, seducidos por el mensaje de violencia y odio, a sacrificar sus vidas por sus trasnochadas ideas, mientras él seguía agitando imposibles banderas políticas con la insania de un demente.

La República, en esos años violentos, testificó todo el dolor provocado en familias que quedaron incompletas y tuvieron que huir con lo que tenían puesto. Como dice Páez: “Durante el conflicto armado interno reporté atroces crímenes senderistas, en escenarios de cuerpos despedazados, irreconocibles. Dispersos en la calle, semienterrados en el campo, amontonados en los mortuorios infernales”.

El tiempo ha trascurrido y las heridas se han cerrado, aunque aún quedan saldos pendientes con los deudos del terrorismo. La República ha sido testigo de excepción del punto final de una vida dedicada al mal, que ya desapareció para siempre. Cazado y derrotado, Abimael ya no simboliza nada, salvo cenizas esparcidas en algún lugar desconocido.