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Es sombrero, no corona

“Resulta que Castillo no tiene esa mayoría y no la va a tener. Su sombrero no es la corona de un rey absolutista. No es más que un artefacto para producir la sombra que parece urgirle. ¿Por qué entonces tanto temor?”.

En los últimos tres meses he conversado con muchas personas legítimamente asustadas con un eventual gobierno de Pedro Castillo. Dejando la ignorancia, la histeria y a los malos perdedores (de los que procuro alejarme), la mayoría de estas personas le atribuían a la institución de la presidencia de la república poderes omnímodos. Cuando se explica con paciencia cuáles son los límites al poder del presidente, mi mayor sorpresa es la incredulidad que esto genera. Mucha gente cree que elegimos a un rey.

El presidente de la República no puede hacer nada por sí solo. Son nulos sus actos sin refrendo ministerial. Sus gabinetes pueden ser removidos por el Congreso. No tiene facultades legislativas salvo en materia económica, de manera temporal y con revisión del Congreso. No aprueba impuestos, no aprueba su presupuesto (solo lo formula, teniendo iniciativa de gasto), no puede crear ninguna entidad pública. De lo dicho por el presidente Castillo en su mensaje de 28 de julio, no puede ni cambiarle el nombre a un ministerio sin pasar por el Congreso. Mucho menos volver el servicio militar obligatorio o deportar venezolanos, sin que eso sea aprobado por una ley. El presidente de la República no puede crear puestos de trabajo ni en el sector público, ni en el privado. Dispone de algunos beneficios como un sueldo, casa, comida y lavandería. Un servicio de seguridad lo protege y el Estado lo transporta. Punto.

Todo lo que el presidente sí puede hacer está en el artículo 118 de la Constitución y en la ley orgánica del Poder Ejecutivo. No puede expropiar nada sin ley. No puede crear una empresa pública sin ley y no puede privar a nadie de su libertad o propiedad sin ir preso cuando termine su mandato. Para ponerlo en términos sencillos, el más autoritario de los presidentes, sin mayoría en el Congreso, se enfrenta a una muralla infranqueable. Resulta que Castillo no tiene esa mayoría y no la va a tener. Su sombrero no es la corona de un rey absolutista. No es más que un artefacto para producir la sombra que parece urgirle.

¿Por qué entonces tanto temor? En parte porque no se conocen las reglas, en parte porque pocos confían en la fortaleza de instituciones tan enclenques como las peruanas. Pero está claro, para el gobierno de Perú Libre, que el Congreso resistirá y lo hará con furia. La estrategia y los liderazgos no están definidos, pero lo que sí está dicho es que el abanico de posibilidades constitucionales está abierto. Castillo–Cerrón, esa simbiosis de gobierno, han abierto fuego desde el primer día con un gabinete sin salvación. Lo saben y no lo van a cambiar hasta agudizar todas las contradicciones. Es un error y todos lo pagaremos caro.

Cuando Estados Unidos buscaba desesperadamente terminar la guerra con Japón, bombardeó seis meses seguidos Tokio, el bombardeo no nuclear más mortífero de la historia, dejando a la ciudad en escombros y a cientos de miles, muertos. La bomba atómica vino después, cuando era claro que los japoneses no iban a rendirse con métodos convencionales. En el museo de la paz en Hiroshima se pueden leer las cartas de los generales americanos discutiendo dónde arrojar la bomba dado que los objetivos estaban tan destruidos que no podría comprobarse su efectividad.

El Congreso no va a arrojar la bomba atómica de la vacancia, hasta que no bombardee al Ejecutivo con todas las armas convencionales que tiene la Constitución. Si no se rinde Castillo o si intenta apretar su propio botón nuclear (la disolución del Congreso), va a perder como los representantes del emperador de Japón frente a Mac Arthur en la cubierta del US Missouri, a quienes de poco le sirvieron los sombreros de tarro para evitar la humillación de una derrota que pudo tener un costo mucho menor.

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