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Izquierda/derecha, mito que polariza

“El mito derecha-izquierda es un facilismo para zanjar interrogantes, silenciar dudas...”.

Dice la historia que el 11 de septiembre de 1789 la Asamblea Nacional Constituyente, surgida de la Revolución Francesa, la misma que aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, votó la propuesta de un artículo de la nueva Constitución.

Tal artículo se refería a la posibilidad de veto del rey a las nuevas leyes que aprobase la futura Asamblea Legislativa. Los diputados que estaban a favor de la propuesta, es decir a favor de mantener las prerrogativas del monarca, se colocaron a la derecha del presidente de la Asamblea, que era el lugar habitual de la aristocracia francesa.

Los que estaban en contra, defendiendo la supremacía de la soberanía nacional, sobre la realeza, se habían sentado a la izquierda. Desde aquel día, el término “izquierda” se asocia automáticamente a las opciones políticas que propugnan un cambio político y social, y el término “derecha”, a las contrarias al mismo. Estamos hablando de, acaso, la clasificación ideológica más extendida y arbitraria que existe en el lenguaje político coloquial.

Dentro del binarismo izquierda-derecha, se suelen abarcar una amplia gama de preferencias y opciones políticas, de creencias y principios y hasta de valores éticos. Estamos hablando de la polarización de base para el debate público, tal vez la madre de todas las polarizaciones en el campo electoral.

Además de los contenidos ideológicos y valorativos concretos, buenos y malos, que se les adjudican a las dos posiciones, ambas categorías llevan también, implícitas, una clasificación social. En qué consiste esa valoración dependerá de la madurez del país en donde tal binarismo se desarrolle.

Dentro de este dogmatismo, que a duras penas admite matices, hay hasta diferencias estéticas en el individuo etiquetado. El mito derecha-izquierda es un facilismo para zanjar interrogantes, silenciar dudas, resolver confusiones.

Es así como este binarismo de base oscurece la realidad, sustituye el dogma excluyente por el análisis sin rigor y el prejuicio y nos hace creer que reflexionamos, que debatimos, cuando en realidad damos vueltas sobre una superficialidad granítica. ¡Viva el socioliberalismo! Lo mejor de ambos mundos.

La República

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