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En memoria de Rafael Roncagliolo

“Él ideó una forma diferente de defenderla: involucrar a los ciudadanos en la observación electoral. Recibió ataques muy duros en la prensa oficialista...”.

En casi todos mis recuerdos, mi padre está hablando de política. En los más antiguos, vivimos en México, rodeados de exiliados sudamericanos y banderas de Izquierda Unida. Todo el mundo tiene barba y fuma. Muchos vienen huyendo de regímenes siniestros, y están destinados a gobernar –o a intentarlo– en las democracias de Chile, Argentina o Uruguay.

Las reuniones –y los fumadores– continúan en el Perú de los ochenta, donde Alfonso Barrantes alcanzó la alcaldía, llegó a la segunda vuelta de las presidenciales, y finalmente cayó aplastado por la debacle mundial de la izquierda. En 1990, papá fue candidato al parlamento por un partido desahuciado. El estado le asignó una escolta de dos policías. Y se quejaba porque salía carísimo alimentarlos.

Diez años después, sus viejos partidos ya ni existían. Y la democracia, tampoco. Así que él ideó una forma diferente de defenderla: involucrar a los ciudadanos en la observación electoral. Recibió ataques muy duros en la prensa oficialista, pero se sentía en su elemento. Descubrí entonces que, si quería, podía ser un polemista hábil, con un sentido del humor muy agudo. En mis últimas memorias de sus reuniones, ya nadie fuma y se han sumado al grupo varios liberales progresistas. Aunque el tono no cambia mucho. Él siempre disfrutó haciendo a la gente a hablar, buscando puntos de encuentro, concertando propuestas.

Yo era su hijo capitalista: intentaba convencerlo de que, con sus contactos internacionales, él podría hacer algún tipo de negocio y ganar mucho más dinero para cuidar su frágil salud. A él le daba igual. No creo que supiese siquiera cómo hacerlo. El tenía sus reuniones.

Cuando sus problemas médicos complicaron su movilidad, empezó a recibir en casa a políticos, intelectuales, alumnos y activistas. Cuando la pandemia le impidió incluso eso, abrió una cuenta de Facebook, en la que colgaba comunicados, conferencias y debates, aparte de su columna de los sábados.

Esos pronunciamientos y cátedras se convirtieron también en el centro de nuestra relación. No era fácil para nosotros hablar de temas personales. Creo que no suele serlo para un hombre de su generación. Ni para mí. Así que él me informaba de la política y la historia del Perú para mis textos, y yo proponía ideas de redacción a los suyos. Yo le decía cómo escribir. Él me decía cómo pensar. Todo eso, a la distancia, era nuestra manera de besarnos y abrazarnos.

Al momento de su fallecimiento, mi padre trataba de impulsar el compromiso de los candidatos presidenciales con las libertades democráticas y la institucionalidad. Tiendo a pensar que fallecer precisamente durante el debate electoral fue la última expresión de su humor negro.

Desde ese día, mi familia no ha dejado de recibir muestras de cariño de instituciones como la Universidad Católica, Transparencia, el Acuerdo Nacional o IDEA. De embajadas como las de México o Chile. De políticos, pensadores y diplomáticos. De este diario, en el que colaboraba, y sus columnistas. El cariño de sus amigos y colegas ha llenado de luz el vacío que dejó.

Las cosas que papá hizo no fueron heroicas: ser coherente con sus ideas, defender el diálogo, hacer política desde la honestidad. Pero se han vuelto tan raras que mucha gente vio en él lo que echaba de menos en nuestros dirigentes. Me siento muy orgulloso de que esas cualidades se asocien a su nombre.

Si estuviera aquí, papá aprovecharía la ocasión para proponer un pacto por todas ellas. Llamaría a unos y otros y les propondría reunirse para consensuar un documento. Escribiría y daría conferencias para convencer a todo el mundo de ello. Ahora no está, así que tendremos que hacerlo nosotros.

Él tenía claro que la democracia no es un objeto inerte, sino una actividad, que realizamos entre todos, cada uno desde su pequeño compromiso, y que fracasa si los ciudadanos no la ejercitan. Si conseguimos ser todos como él, sus valores serán los de este país. Y eso, nada más, es lo que él quería.

Columna Santiago Roncagliolo

Columna Santiago Roncagliolo

La República

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