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Mano dura

“Ante la ausencia de candidatos que estén logrando construir confianza y consolidar un mensaje alineado con las preocupaciones de la gente, la cancha puede quedar servida para cualquiera que esté leyendo bien la calle”.

En un evento sobre el Bicentenario de nuestra Independencia, la historiadora Carmen Mc Evoy recordó que, tras el primer Congreso Constituyente de 1822, Faustino Sánchez Carrión alertó de que los dos mayores peligros que enfrentaba el país eran la corrupción y la anarquía, haciendo referencia con esta última al faccionalismo de quienes pelean por controlar el Estado y al desgobierno.

200 años después, es evidente la permanencia de ambos problemas. Ahí están las luchas encarnizadas por controlar el Estado del fujimorismo, el aprismo, el nacionalismo y más recientemente de Acción Popular, Alianza por el Progreso y Podemos Perú.

El crecimiento económico permitió que dichos problemas pasaran a un segundo plano, y que algunos creyeran que la “economía” y la “política” podían ir por carriles separados. Pero pronto quedó claro lo absurdo de dicha idea.

En el ámbito nacional, los casos de corrupción Odebrecht, Cuellos Blancos, Gansters de la Política permitieron visibilizar no solo los niveles de corrupción, sino también cómo los partidos políticos habían pasado a ser –o a formar parte de– organizaciones estructuradas para delinquir. Por su parte, como el proceso de descentralización puso en manos de gobiernos regionales y locales miles de millones de soles que fueron manejados con ineficiencia o robados, pronto la población percibió que la corrupción sí los afectaba. Es por ello que ya en la ENAHO 2016-2017, la corrupción había desplazado a la seguridad ciudadana como el principal problema para los peruanos. Estaba clara la relación directa entre la ausencia o mala calidad de bienes y servicios públicos, la corrupción y los partidos políticos.

En esa coyuntura llegó la pandemia del COVID-19 para visibilizar un Estado caótico, corrompido hasta la médula en todos sus niveles, incapaz de garantizar derechos esenciales, pero eficiente en velar por intereses particulares. Asimismo, un Estado incapaz de hacer cumplir el principio de autoridad.

Ese es el contexto del que están buscando sacar provecho Daniel Urresti y Keiko Fujimori para sus promesas de orden y mano dura. El primero expresándolo con mayor torpeza, la segunda comenzando a elaborarlo –peligrosamente– con más argumentos (y más descaro), apelando a la necesidad de que la “democracia sea fuerte”. Si no fuese por los casos judiciales y porque está caliente el recuerdo de la inestabilidad que generaron ella y su partido, podría ser una campaña servida para el fujimorismo.

Pero ante la percepción de que todos los políticos son lo mismo, y ante la ausencia de candidatos que estén logrando construir confianza y consolidar un mensaje alineado con las preocupaciones de la gente, la cancha puede quedar servida para cualquiera que esté leyendo bien la calle.

Lo lamentable de un escenario en el que Urresti o Fujimori terminen consolidando la necesidad de mano dura y orden es que ellos y sus partidos representan justamente aquello que arrastramos desde hace 200 años: facciones que quieren capturar el Estado y que necesitan del caos para continuar beneficiándose de él (ellos y quienes los apoyen). La primera condición para que una democracia sea fuerte es que el sistema de justicia garantice el cumplimiento de la ley y que esta sea igual para todos. Y hay suficientes pruebas de que Fuerza Popular y Podemos Perú han buscado todo lo contrario.

Visibilizar esos hechos, los intereses y objetivos de los candidatos y sus movimientos es responsabilidad no solo de los políticos en carrera, sino también de los medios de comunicación que, respetando la objetividad y neutralidad, no deben pasar por agua tibia el peligro que representan para el país.

keiko urresti

keiko urresti