Senamhi: alerta roja por fuertes vientos y lloviznas

Kuelap profundo

“La gigantesca construcción está obligada a dejarse conocer de a pocos, lo cual puede propiciar en el paseante un sentimiento de fragmentación”.

[Fragmento de: Mirko Lauer, Kuelap-Machu Picchu/Comparaciones Lima, USMP, 2021; libro electrónico en venta en https://www.peruebooks.com/ebook/0507759/kuelap-machu-picchu-comparaciones y en https://www.chilebooks.cl/ebook/0507759/kuelap-machu-picchu-comparaciones]

Es tanto lo que atrae la atención llegando a Kuelap. Primero el gran volumen de la mole que no es cilíndrica pero lo parece, sobre todo vista desde el pie de sus murallas, su relación vertiginosa y desafiada con varios profundísimos vacíos circundantes, y luego con los montes lejanos, ubicados a la distancia exacta para ese vértigo. Hay algo en todo eso que escapa a la dimensión humana. Una vez que estamos en la ciudadela poco en ella mira hacia adentro, y todo hacia afuera, en un constante lanzamiento de largos silencios al abismo. Pero luego sentarse a la sombra de sus árboles para descansar de todo ese exceso de perspectivas inasequibles transmite una intensa serenidad. La gigantesca construcción está obligada a dejarse conocer de a pocos, lo cual puede propiciar en el paseante un sentimiento de fragmentación.

No hay realmente una visión de Kuelap como conjunto, solo como una suma de partes. También está la sospecha de que un indetenible avance de plantas selváticas en otros siglos ha devorado a la ciudadela completa, y que podría volver a hacerlo, lo cual invita a pensar en lo transitorio y lo recurrente. La vegetación sugiere que hay mucho más que Kuelap oculto por los vastos alrededores. Pero mientras esos frondosos misterios aparecen, lo que queda es seguir a Roger Callois cuando dice que solo hay “selva virgen que puede parecer un aburrido desorden”. Todo esto porque no hay el entorno plano y desértico de la costa, que no enreda la mirada sino que la jala descansadamente hacia el horizonte, ni el trabajo de permanente jardinería del que se benefician las bien cuidadas ruinas cuzqueñas.

Una vez que uno sube a Kuelap se encuentra con la extraña, poco familiar y poco elocuente, disposición de su trazo urbano, como si buena parte de este hubiera aparecido al azar, como algo que se ha ido reuniendo de a pocos, sin deliberación ni orientación. Como si la gran muralla circundante estuviera puesta allí para contener la fuga de edificaciones desperdigadas. Trazo que hace pensar más bien en siglos de pascanas de impacientes nómades que surgieron de la maraña selvática y volvieron a ella. El color y la textura de las piedras utilizadas hace que por todas partes ellas parezcan en peligro de desintegrarse, amenazadas por una humedad que viene del aire, famoso por sus nubes, y desde dentro de la tierra.

Nada parece crocante aquí. Los ángulos rectos que organizaron otras ruinas aquí han retrocedido ante el predominio de formas circulares u ovaladas que no transmiten exactitud, y se alternan con monumentos cuya función no aparece clara. Lo recorre todo una atmósfera de desorden y de abandono, que no es por la ausencia de habitantes, sino que viene de una intuición sobre cómo puede haber sido la presencia de ellos. Gente que ha dejado detrás pocos objetos, como para no traicionar sus intimidades, que ha ocultado cadáveres empotrados en las paredes. La idea general es de un lugar a cuya actualidad todavía no ha llegado el reino de las grandes multitudes visitantes, es decir que el lugar no es de los turistas, sino al revés. Encima un cielo del mejor azul, siempre comido en los bordes por el blanco de la niebla y las nubes, en partes iguales.

La República

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