Metropolitano inaugurará 14 nuevas estaciones

Mi Maradó

Hace poquito me dio por escribir: “nadie es ‘completamente bueno’ o ‘totalmente malo’, ni la policía, ni la prensa, ni los marchantes, ni los partidos políticos, ni tú, ni yo... Dejar los absolutismos y generalizaciones que apelan a los impulsos, pero con autocrítica y sin impunidad, debiera ser parte de la lección reciente”.

Una reflexión nada original, pero que creí pertinente en estos tiempos tan binarios, y que me resulta aplicable, tal cual, a “Maradona”, por quien, como tantos, siento una debilidad irracional que me supera. Nadie, tampoco, puede ser 100% coherente en sus acciones y en sus pensamientos y en sus referencias, ni nosotros ni Maradona.

No se puede concebir el fútbol reduciéndolo a solo un deporte. Nos guste o no, como la religión, millones depositan allí su identidad, su esperanza, su existencia toda. El fútbol es un suborden imaginado con reglas claras hechas por el hombre, pero como si hubiesen sido dictadas por una palabra divina, “revelada”, que todos respetan sin chistar.

En ese espacio–tiempo absoluto, por acotado, capaz de hasta reemplazar guerras o vengarlas, caben historias tan épicas como la más épica de todas ellas que, sin duda, es la de Maradona.

Épica desde su infancia, tan cuesta arriba. Una historia que lo trasciende, lo sobrevive, porque el azar lo premunió de un arma con la cual pudo compensar para sí, y para tantos más, latentes injusticias del sistema y arreglar cuentas con ellas: un talento, un don, comparativamente hablando, casi sobrenatural en esas canchas donde se puede poner en juego muchísimo más que solo un partido, sobre todo en un mundial.

Así pasa con los héroes y los santos, abonan el terreno de pensamiento mágico y de lo irracional. No se le puede pedir razón a lo irracional. Acusaciones de pedofilia, violencia familiar y adicciones comprobadas, etc., se lleva y deja el recuerdo de Maradona.

No lo olvido y lo deploro. No puedo evitar, sin embargo, y lo confieso y asumo los pasivos, que, en mi balance personal, me quedo con el Diego, de niño, profetizando su destino, con el jugador adulto que le dio revancha a todo un pueblo frente a Inglaterra, potencia que los había humillado hacía poco en las Malvinas.

Me quedo con el genio Diego, ya maduro, capaz de que los italianos de Nápoles, en pleno partido Argentina-Italia del 90, se sientan más argentinos que italianos en su propia cancha y en su propio país y en su propio mundial. Eso sí que fue jugar a Dios.

La República

Los artículos firmados por La República son redactados por nuestro equipo de periodistas. Estas publicaciones son revisadas por nuestros editores para asegurar que cada contenido cumpla con nuestra línea editorial y sea relevante para nuestras audiencias.