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Noticia de un fracaso

“Los tests se usan como método de descarte (las pruebas rápidas no sirven para eso) en lugar de administrar medicamentos por síntomas. Y lo más grave: no se hace seguimiento de enfermos, ni de contactos”.

No hay duda de que los primeros 30 días de cuarentena fueron necesarios. Se ganó tiempo para mejorar el servicio hospitalario, entrenar al país en medidas de contención y, sobre todas las cosas, “aplanar la curva”; es decir, reducir la velocidad del contagio. Se salvaron vidas.

En ese primer mes se registraron varios aciertos y otros tantos errores. El presidente se ganó la confianza popular, elemento central que favorece la obediencia ciudadana a normas de salud pública; se formaron nuevos equipos en materia sanitaria; y se llevó a cabo un programa de alivio económico focalizado. Pero una visión militarizada y punitiva caló hondo en el gobierno.

La estrategia de comunicación (a la que se auparon muchos medios sin ninguna capacidad crítica) fue culpar al pueblo de su propia desgracia. En esta lógica solo el castigo enseña. Menos lugares, menos horas y menos días para comprar medicinas y comida y para cobrar el bono de alivio, aglomeraron a miles de peruanos promoviendo un contagio brutal del cual hasta hoy pagamos las consecuencias. Esa sola constatación demandaba un giro radical. Sin embargo, a 90 días de cuarentena seguimos con un día a la semana cerrado, toque de queda, agencias bancarias en número reducido y se sigue culpando a una ciudadanía, en su gran mayoría ejemplar que, pese a todo, ha aprendido a cuidarse sola entre ollas comunes y estrategias de sobrevivencia.

La cuarentena, como medida estrella, va a extenderse 105 días. Pese al discurso oficial, no hay médicos y medicinas disponibles en el primer nivel de atención que satisfagan la imparable demanda. Los tests se usan como método de descarte (las pruebas rápidas no sirven para eso) en lugar de administrar medicamentos por síntomas. Y lo más grave: no se hace seguimiento de enfermos, ni de contactos. No se les aísla. Se les deja a su suerte, contagiando a otros sin saberlo, hasta que algunos están tan graves que sus familiares mendiguen una cama en la puerta de un hospital. Una cama que no llega y que el gobierno insiste en que no falta. Miles ya tomaron la decisión de ahorrarse el trance y prefieren morir en casa. Este factor, entre otros, ha hecho explotar el subregistro de fallecidos por Covid, donde lo único que está claro es que no son 6,500 los muertos reales.

La proyección del Banco Mundial de decrecimiento en -12% es la peor de la región. No se quiso abrir la economía en zonas del país donde la enfermedad no está. Se ha sacrificado todo el sur andino del Perú a cambio de nada, en una miope visión centralista. Somos el único país del mundo con una cuarentena de 105 días idéntica para 32 millones de habitantes en un territorio que puede abarcar la extensión de cinco países europeos. Esto ha sido acompañado de una pandemia normativa, con un sesgo antiempresa, donde la alianza de los ministros de salud, producción y trabajo, que parecen idolatrar el papeleo y la burocracia, ha destruido la salud (no se atienden otras enfermedades), el trabajo (millones de desempleados arrojados a la informalidad) y la producción (empresas quebradas).

Frente a todas estas desgracias, la comunicación política se apaga cada día entre la confusión, la ausencia de mensajes diferenciados y el silencio absoluto. No extraña entonces que una comunidad en Huancavelica crea que las antenas propagan el contagio. Eso pasa cuando la autoridad ya no es confiable, aunque tenga 70% de popularidad.

Esta, lo siento tanto, no es nuestra mejor hora como lo esperaba en marzo. Sin cambios (las soluciones están a la mano), solo queda esperar los mismos resultados. Con data confusa, sin seguimiento de contactos, sin medicina preventiva, sin estrategia territorial diferenciada y perdiendo la confianza, estamos en el peor de los escenarios: todas las muertes y todas las hambres.

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