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Oxígeno, test y codicia

“La gran discusión que se viene en el país, entonces, no es solo si el Estado puede sancionar a quienes apuestan, no por la ganancia en su actividad, sino por la codicia”.

La reciente divulgación de la noticia acerca de la venta de oxígeno a precios exorbitantes en plena pandemia y de cobros indebidos de las clínicas por los test moleculares (que el Estado hace gratis) ha lanzado una discusión acerca del mal comportamiento de algunos empresarios y la necesidad de mayor regulación, incluido el control de precios.

La discusión ha comenzado a animarse. De un simple rasguño sobre un importante tema social en esta pandemia, hemos pasado a palabras mayores que tienen que ver, de un lado, con la necesidad, o no, de la búsqueda incontrolada de la ganancia individual, y, de otro, con la necesidad, o no, de una mayor capacidad reguladora del Estado para controlar este atentado económico a la sobrevivencia de las personas.

La discusión no es nada nueva. Comienza mucho antes de Adam Smith, pero es esta su cara más conocida. El hombre económico –homo economicus– es una persona racional que, buscando su propio bienestar en la actividad económica del capitalismo naciente, provoca el bienestar general de la sociedad: que haya la máxima disponibilidad de bienes para todos. Lo guía la “mano invisible”, que combina altruismo con egoísmo. La sociedad se autorregula mediante el libre mercado y el Estado debe inmiscuirse lo menos posible.

Pero de allí a decir que Smith proponía el Estado mínimo hay un enorme abismo. Sus libros están atravesados de recomendaciones de buenas prácticas estatales, de críticas a empresarios que buscan privilegios mediante prebendas y, también, de referencias a la voluntad del “Divino Creador” que quiere el bienestar de todos.

No hay duda, sin embargo, de que el espíritu del capitalismo es la ganancia. Pero eso no quiere decir que, dejado a su libre albedrío, el libre mercado es la condición sine qua non del equilibrio económico y del bienestar general. Hace 90 años Keynes demostró, en la Gran Depresión de los años 30, la necesidad de la intervención del Estado para impulsar la demanda que restaure el perdido equilibrio.

Y, también, que era necesaria la implementación de una red de protección en educación, salud, seguridad social, pensiones y seguro del desempleo, los llamados “estabilizadores automáticos”, para alcanzar niveles adecuados de convivencia social. Es lo que se llamó el Estado de Bienestar –y que no condujo a una estatización de los medios de producción, como lo acusaban algunos–.

En estos años de neoliberalismo –desde los años 80– incluso Smith no entendería qué está pasando. El libre mercado ya no es un medio sino un fin. Es, a la vez, el medio y el objetivo final. Si el progreso social no llega, mala suerte. Ya llegará. Mientras, la desigualdad aumenta: el 1% de la población mundial tiene ya el 25% de la riqueza. Dicho esto, hay un doble discurso. ¿Por qué? Porque el “horrible Estado” siempre está allí ya sea para facilitar los “negocios” o salvarlos con billones de dólares en los tiempos de crisis.

La gran discusión que se viene en el país, entonces, no es solo si el Estado puede sancionar a quienes apuestan, no por la ganancia en su actividad, sino por la codicia, que no es buena –a pesar de lo que dijo Gordon Gekko en la película Wall Street– y nada tiene que ver con el bienestar general. La discusión va más allá: se trata de superar el dogma de que hay una sola “doctrina económica”.

En estos tiempos terribles, la pandemia le ha hecho ver al mundo entero que es necesario un nuevo Contrato Social, en lo económico, político, social, racial y de protección al planeta tierra, que hoy estamos destruyendo. ¿Por qué no en el Perú, de cara al 2021?

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La República

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