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El sol y el viento

“El miedo que estamos sintiendo por esta amenaza letal es y no es desconocido. En algún lugar de nuestra experiencia, lo hemos vivido”.

Escribo estas líneas el domingo 10 de mayo, día de la madre. Mientras lo hago, veo por mi ventana un sol resplandeciente en Lima. Lo disfruto y agradezco, cómo no. Al mismo tiempo, un fuerte viento estremece esa misma ventana, golpea las puertas, agita las ramas y hojas de los árboles (pues tengo el privilegio de vivir en una calle donde todavía los hay). Y como muchos en estos días aciagos, le busco un sentido a estos fenómenos naturales. Sé que no lo hay, pero no puedo evitarlo. Así estamos hechos, buscadores de un oro que solo existe en nuestra imaginación.

Así, el sol bienhechor, al que solo podemos atisbar desde nuestro encierro, puede ser un consuelo (a menos que te pille haciendo una cola interminable a la intemperie). El viento, para los que hemos pasado nuestra infancia en ciudades ventosas como Talara, es un amigo de toda la vida. Pero estos días nada es como solía ser. No puedo evitar asociarlo con la propagación del virus y la insidiosa angustia en la que vivimos inmersos.

Todo tiene esa inquietante extrañeza que Freud nombró Unheimliche: “esa variedad particular de lo aterrador que se remonta a algo conocido desde hace tiempo, a algo que nos resulta familiar desde hace tiempo”. Es extraño pero nos resulta familiar.

Vale decir, el miedo que estamos sintiendo por esta amenaza letal es y no es desconocido. En algún lugar de nuestra experiencia, lo hemos vivido.

Por eso el viento de mi infancia cobra nuevos significados. Ya no so lo soy yo en mi bicicleta sintiéndolo en el rostro como una vivencia reconfortante –creo que por eso soy feliz cuando me desplazo pedaleando–, pues ese viento puede acarrear el virus invisible, el infierno tan temido de Sor Juana Inés de la Cruz.

La angustia nos socava pero, aunque lo parezca, no nos mata. Por eso es importante esa búsqueda de sentido, de símbolos que nos acompañen. Son los recursos que tenemos y necesitamos. No dan de comer pero ayudan a resistir, a seguir con vida.

Llamo a mi madre por videollamada por su día. Como siempre, se las arregla para alegrarme con su buen humor y cariño. Lo sorprendente es que, debido a su alzheimer, que la hace vivir en un eterno presente, ignoro si me reconoce. Pero igual me sonríe y dice palabras de amor para mí y mi familia. Y yo se las transmito, con retraso, a las madres en su día. A pesar de todo.

La República

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