Cronograma de retiro AFP, según José Luna

Nuestros muertos

Nos cuidamos a nosotros mismos, cuando lo hacemos, y quizás por eso tenemos poca atención disponible para los fallecidos, más allá de los seres más queridos o cercanos.

A pesar de las fotos de personas agonizantes, cadáveres amortajados o abandonados, o ataúdes sin deudos a la vista, inevitablemente las víctimas del virus se vuelven cada vez más una cifra que insensibiliza. Que el número aumente día a día pone a prueba toda compasión por el conjunto. También nos entumecen las comparaciones con las grandes cifras de fuera.

A la vez el Perú es desde siempre un país con muchísimos fallecidos que en mejores condiciones socioeconómicas se hubieran podido salvar. Por lo tanto no es solo el asunto del número, sino su circunstancia. El peligro de contagio hoy aísla a los fallecidos en sus horas finales, físicamente y, cómo no, también psicológicamente.

Nos cuidamos a nosotros mismos, cuando lo hacemos, y quizás por eso tenemos poca atención disponible para los fallecidos, más allá de los seres más queridos o cercanos. Tampoco está claro cómo se expresaría una mayor atención respecto de lo irremediable. Acaso lo más razonable es preocuparnos de que el número de víctimas no siga creciendo.

En muchos casos la indiferencia ha dado paso al fatalismo, es decir la idea de que simplemente existen muertes virales que son inevitables. Los corazones más endurecidos llegan a postular, aunque rara vez lo dicen con todas sus letras, que ir contra esa inevitabilidad propicia una penuria económica que a la larga puede resultar mucho peor.

Esos argumentos (por ejemplo los del lamentable Jair Bolsonaro) están influyendo en varias políticas de Estado, a menudo en la forma de hacer la vista gorda frente a los muertos del futuro inmediato. Una de las ideas en esto es que si los muertos virales de ayer eran inevitables, también lo son los que se van a dar a partir de ahora. La idea es guadañar el voto de los vivos y los sanos.

Menos desalmada, pero a la postre igual de nociva, es la idea que la verdadera amenaza de muerte está en otro lugar, y no donde estamos parados. Esto es lo que multiplica a los ciudadanos desaprensivos (no confundir con los necesitados), que sin desearlo producen a una parte de los muertos de mañana, una cifra que finalmente, Dios no lo quiera, los puede incluir a ellos mismos.

La República

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