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La vieja descentralización

“Una de las claves poscuarentena y aun dentro del período de pandemia, es por dónde empezar”.

La pandemia del coronavirus se ha llevado por delante el proceso de descentralización. Fue embestido antes por la corrupción, especialmente los casos Lava Jato, aunque la corrupción de cuño nacional tiene poco que envidiar a la importada. Otros problemas como el retraso de la inversión pública hicieron también lo suyo.

El impulso que hace 18 años creó las regiones, ha terminado. Duele reconocerlo, aun más en mi caso, descentralista por convicción. No es un consuelo que el centralismo sea peor y que su fracaso dure 200 años (contra 18 de la regionalización iniciada el 2002) o advertir que este es el momento ideal para un zarpazo centralista. Al contrario, vale la pena reconocer la realidad con el propósito de producir otra, agotada la descentralización que se hizo vieja en tan poco tiempo.

El problema principal no son, exclusivamente, los indicadores, sobre los que se puede debatir con amplitud. El asunto de fondo es el poder, el modo de acceder a él y la forma de ejercerlo, una dinámica que deterioró el movimiento descentralista peruano, el más fecundo de las últimas décadas, y a la élite que lo encarnaba y a su programa.

Es probable que se necesite profundizar sobre las fallas de origen, es decir, cuánto de la vieja política nacional permeó a un proceso joven, o hasta qué medida el fracaso de nuestro regionalismo obedece a su impronta en el modo y vicios reseñados por Jorge Basadre, JC Mariátegui y la literatura que enriqueció nuestra visión del Perú más allá de Lima.

Una anécdota sobre la herencia criolla nacional en las regiones lo experimenté muy temprano luego de las elecciones regionales del año 2002. A poco de realizadas, recibí la llamada de tres presidentes regionales electos en mi condición de alto funcionario del Estado. El primero me preguntó de qué rango e institución castrense sería el edecán con el que contaría, considerando que él iba a ser presidente, de un territorio más pequeño pero presidente al fin. El segundo consultó sobre cómo sería el signo distintivo de su poder, si una banda presidencial o una cinta más modesta. Y el tercero, si su esposa, la primera dama regional electa, debería ser designada oficialmente.

Un ejercicio racional no debería afirmar que se ha perdido el tiempo a riesgo de desconocer solo por perjuicio el papel de las regiones en el auge económico 2002-2019, con varias creciendo por encima del promedio nacional, y su esfuerzo para reducir la pobreza y pobreza extrema y rebajar indicadores sociales.

Un balance, sin embargo, no está hecho solo de lo bueno y debe tener además un saldo. La medida de este no podrá suprimir la dolorosa incapacidad de la mayoría de regiones para encarar las demandas mínimas que plantea la pandemia, y en la que se reúnen y funden varios años de ineficiencia regional.

Una de las claves poscuarentena y aun dentro del período de pandemia, es por dónde empezar. Respecto del principal problema, poder, liderazgo, me parecía extraño ya antes de la emergencia que la literatura que reclama una reforma política ignore el proceso descentralizador y pretenda pasar por alto la reforma de esta reforma del Estado, la única profunda realizada en las última décadas.

Lo que se intente debería hacerse desde la opción descentralista, algo que no parece obvio en una parte del liderazgo del país. Pero debe tomarse en cuenta que una tendencia está en curso, el fortalecimiento de la parte central del Estado.

La República

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