Irán, solo una pieza del rompecabezas

Irán es un país musulmán, una república islámica, pero su población no es árabe, es persa. No todos los musulmanes son árabes ni todos los árabes son musulmanes, aunque en este caso, la mayoría árabe sí es musulmana. Ni siquiera el país islámico con mayor población islámica es árabe, puesto que se trata de Indonesia, con 264 millones de habitantes. El mundo islámico se divide prácticamente en dos: los sunitas o suníes, que son más del 80%, y los chiíes o chiitas.

Dos versiones enfrentadas desde el surgimiento del islam en el siglo VII, puesto que ambas se disputan la verdadera sucesión y doctrina de Mahoma, su fundador. Muy grosso modo, tenemos que las principales potencias islámicas del medio oriente y con peso mundial son Turquía, de mayoría suní y aliada de la OTAN (que tampoco es árabe), Irán, de mayoría chiíta, y Arabia saudita, la cuna del profeta, que es eminentemente sunita.

Las rivalidades tribales y religiosas entre ellos y su lucha con Occidente son algo tremendamente complejo. Así tenemos, por ejemplo, que por un lado la nobleza Saudí negocia con EEUU y, por otro, financia el wahabismo islámico, inspirador del yihadismo sunita de ISIS, Al Qaeda y el Talibán. En contrapartida, Irán apoya el régimen sirio porque fue ISIS quien se apropió del intento por derrocarlo y, al mismo tiempo, financia y surte a Hezbollah, que es un movimiento terrorista chiíta. Lo único capaz de unirlos es evitar la influencia de EEUU, pero sobre todo la tirria ancestral que le tienen a su aliado judío: Israel, situado en el corazón de ese hormiguero islámico. Todos sus vecinos quisieran borrarlo del mapa.