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Domingo

¡Que vivan los columnistas!

En su Sermón de la Montaña, ya iniciado el primer milenio, Jesús distinguió a los genuinos de los falsos profetas. Los primeros tenían obra buena conocida y los segundos eran esos doctores de la ley que lo acosaban con sofismas.

Actualizando al nazareno, yo suelo cambiar la palabra “profetas” por “intelectuales”. Y, para distinguir los genuinos de los falsos, trato de profundizar en la calidad del poder que ejercen o tratan de ejercer sobre los gobernantes.

Autolimitado a nuestro mundo occidental, he logrado discernir tres arquetipos: uno es Nicolás Maquiavelo, enseñando a su Príncipe los rudimentos de la realpolitik. El otro es Carl Schmidt, dando formato jurídico a las políticas de Hitler. El tercero es Antonio Gramsci, levantando a su partido comunista como un “intelectual orgánico”.

El primer profeta me parece verdadero, pues pretendió racionalizar -en definitiva, limitar- el poder absoluto del gobernante y eso siempre es bueno. El segundo califica como falso profeta, pues trató de hacer culturalmente respetable la perversidad del nazismo. El tercero -es mi sospecha- quiso potenciar el poder colectivo del partido, para equilibrar el poder genocida de Stalin… y eso quedó en el limbo de las profecías.

Fin de los intelectuales de palacio

No son divagaciones gratuitas. Vienen a cuento porque permiten contrastar el altísimo rol de los intelectuales políticos históricos, con el bajísimo rol de los intelectuales políticos de este segundo milenio.

¿A qué gobernante asesoran los presuntos replicantes de Maquiavelo, si los hay?, ¿en qué partido militan, si es que militan?

La verdad es que no los veo por ninguna parte. Ni en las grandes potencias ni en nuestros países. Rebobinando memoria, llego solo hasta el siglo pasado, con dos binomios de alto nivel: André Malraux con el gran Charles de Gaulle y Henry Kissinger con Richard “Tricky” Nixon. A escala nacional, puedo citar el binomio Edgardo Boeninger / Patricio Aylwin y paro de contar.

Una explicación de superficie está en la inflación del ego que induce nuestro mundo mediático. Hace que muchos gobernantes prefieran tener como asesores a intelectuales de bajo perfil, en lo posible sin agenda propia. Rehúyen a los de alto tonelaje porque no son “pirateables”, suelen “robar cámara” y lo cuestionan todo. Es la versión contemporánea de la incompatibilidad entre el político y el científico, analizada por Max Weber hace casi un siglo.

Fin de la política universitaria

Una explicación más estructural está en la politización malentendida de las universidades. Antes de las grandes (y necesarias) reformas, los jóvenes llegaban a ellas para adquirir una profesión, dedicarse a una ciencia y adquirir una cosmovisión política, eventualmente combativa, pero ilustrada. Esto los habilitaba para ser cooptados por los partidos del sistema, por intermedio de sus cazadores de buenas cabezas.

Sucede que, por deformación de las reformas –inevitable, pues no se produjeron en el vacío social–, hoy demasiados jóvenes ven la universidad como un trampolín de ocasión. Les sirve para iniciarse en “el trabajo político” (la política como profesión), sin antes haber pasado por el trabajo real. Mucho influyen los formidables privilegios acumulados por los representantes políticos a lo largo de las últimas décadas.

El resultado ha sido el empobrecimiento intelectual ecuménico de estudiantes, académicos, políticos y gobernantes. Es una penuria estratégica, que confirma la profecía sectorial del exrector Edgardo Boeninger: “La politización excesiva de la vida académica, en un sentido de política partidista, relega a segundo plano los intereses de la universidad, la reflexión académica y la auténtica política universitaria”.

Fin de la historia política

También tengo una tercera explicación, que contiene las anteriores por su carácter holístico. Es la del intelectual norteamericano Francis Fukuyama, cuando dictaminó, eufórico y metafórico, que el fin de la guerra fría había puesto punto final a la historia.

Entonces, como el futuro de la democracia liberal pareció asegurado, los gobernantes y los partidos sistémicos empezaron a ahorrar energía neuronal. Su argumentación de clivaje se redujo al deber de atajar a las izquierdas o a impedir que ganen las derechas. Para eso no necesitaban intelectuales top que les prepararan nuevos cuadros políticos, produjeran discursos docentes, elaboraran chistes funcionales, escribieran programas atractivos y diseñaran estrategias con buena prospectiva.

Como resultado, la docencia política ya no está en las instituciones políticas. Su vacío ha sido llenado por los tuiteros expertos, los influencers de coyuntura, los periodistas predicadores y los emotivos usuarios de las redes. Para efectos de la opinión pública, estos diseminan sus temas por internet y así fijan la agenda doméstica e internacional.

Pregunta final

De lo dicho emana mi última autopregunta y me la formulo con fondo poético de Jorge Manrique: los grandes intelectuales políticos de hoy … ¿qué se fizieron?

Quisiera responderme que están en sus libros y, por tanto, en librerías y bibliotecas. Pero, a fuer de realista, asumo lo que cualquiera sabe: los libros en general y los libros políticos en especial, ya no son fuente de docencia política. Se sintetizaron en los manuales y estos en volantes informativos.

Por lo dicho, haciendo de la necesidad virtud, los grandes intelectuales políticos de hoy están asilados en las columnas de los medios. Desde allí nos explican por qué está pasando lo que pasa en la sociedad. Por qué los colegisladores instalan determinadas “políticas públicas” y hasta determinadas “políticas de Estado” sin explicarlas como debe.

Y si no estamos de acuerdo con lo que dicen esos columnistas, nosotros también podemos opinar, porque somos libres. Para eso están los emoticones, los stickers y los likes. Después de todo, tan mal no estamos.

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