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Bernardo O’Higgins: patriota de dos patrias

Que los chilenos somos mal agradecidos con nuestros próceres vivos, es historia vieja. A Bernardo O’Higgins sus contemporáneos le cobraron todos los agravios del poder, indujeron su abdicación como gobernante y lo dejaron morir como exiliado en el Perú. Décadas después repatriaron sus restos y hoy tiene monumento con cripta incorporada, frente a La Moneda, como Padre de la Patria. Según los que saben, de ahí viene nuestro sarcasmo tradicional sobre el “pago de Chile”.

Recordé el tema cuando el diplomático peruano Luis Mendivil me invitó como expositor para el programa del Bicentenario. Opté por evocar a O’Higgins porque, como ex-exiliado en el Perú, me identificaba con el párrafo de una carta suya donde se menciona como chileno por nacimiento y peruano por gratitud. Además, porque creo que, aunque post mortem, también los peruanos fueron un pelín ingratos con él. Por causa sobreviniente, como dicen los abogados.

Hace algunas décadas conversé el tema con el sabio Juan Miguel Bákula, quien conocía nuestras historias al dedillo y aceptó mi percepción. Sabía que José de San Martín encabezó la Expedición Libertadora a contrapelo del gobierno argentino, con soldados mayoritariamente chilenos, como enviado de O’Higgins y a un alto costo económico y político para éste. También aceptó que, en la señalética urbana, el Perú había sido ingrato, pues sólo había una plaquita en la casa limeña donde vivió. A su juicio, ese desperfilamiento fue consecuencia de la Guerra del Pacífico. ”Está pendiente un reconocimiento nuestro”, agregó.

Biografía de telenovela

Para conocer al O’Higgins profundo hay que asomarse a su amargura existencial, que Neruda supo captar en tres versos. Uno, para aludir a su infancia de “niño triste, roble solo” y los otros, para ilustrar su condición de expatriado: “Te veo en el Perú escribiendo cartas” / “No hay desterrado igual, mayor exilio”.

Es que su vida tuvo guion de telenovela. Muestra a un niño colorín en territorio mapuche, hijo oculto de Ambrosio O’Higgins –sesentón funcionario irlandés de la corona–, que seduce a Isabel Riquelme, joven criolla de 18 años. Continúa con sus cuatro primeros años alejados de una madre que debe ocultar su “desliz” y con un padre que no quiere reconocerlo, pues afectaría su ascenso en el escalafón burocrático (ya dificultado por su origen foráneo). Luego, ese padre es virrey del Perú y, aunque sigue marginando al hijo, le financia una buena educación en Lima y en Londres. A continuación, una morisqueta del destino hace que el joven Bernardo se integre en Europa al clan de los precursores de la independencia, atornillando contra la lealtad imperialista de su padre. Termina la obra con intrigas limeñas que inducen la destitución del virrey O’Higgins y la decisión póstuma de éste: deja una fortuna a Bernardo, pero se niega a legarle su apellido.

Con ese guion estrambótico, el prócer quedó habilitado para participar en los altos niveles de la política chilena y regional. Tenía las ventajas de su mejor educación, su fortuna y sus contactos externos, pero, como contrapartida, sufría la discriminación social. Para la mayoría del notablato criollo siempre sería “el huacho (bastardo) Riquelme”, un usurpador y un resentido.

Pero él no puso la otra mejilla y una de sus primeras medidas como gobernante fue abolir los títulos de nobleza. “Detesto por naturaleza la aristocracia y la adorada igualdad es mi ídolo”, dijo, profundizando la desconfianza mutua. Fue la primera gran polarización política de la república, incluso con sangre de por medio.

Bernardo O'Higgins

Bernardo O'Higgins

Tristeza patriótica

El Perú fue su espacio de reinvención. Cuando adolescente, sus compañeros del colegio San Carlos fueron amigables. Como gobernante, soñó con la integración chileno-peruana. Ya exiliado, el gobierno reconoció su rol en la empresa libertadora, lo designó mariscal del Perú y le asignó tierras en Cañete.

Es elocuente el apunte de O’Higgins que hace Francisco Antonio Encina (el Basadre chileno), en la previa de la guerra entre Chile y la Confederación peruano-boliviana: “quiere a Chile y quiere al Perú. Un conflicto entre ambos países es para él doblemente fratricida y doblemente doloroso (...) son dos patrias que ama por igual”. También fue elocuente el canciller peruano José Antonio Barrenechea, cuando despidió sus restos en el Callao, ante autoridades de Chile: “Vuestro Capitán General nos pertenecía, pero él era ante todo vuestro / por eso os lo devolvemos / Sus cenizas están naturalizadas en el Perú”.

Por eso confieso una tristeza patriótica de mis años peruanos: el reconocimiento público a O’Higgins ya no era el que fue. Además, estaba claramente descompensado, pues San Martín, su gran amigo y jefe designado, tenía el patrimonio simbólico mayor, con plazas, monumentos, hoteles, cines, departamentos. Yo mismo vivía en la calle San Martín, de Miraflores. Incluso Bolívar, quien rompió la contigüidad territorial chileno-peruana, con base en su geopolítica castrense, tenía monumento ecuestre ante el Congreso.

Y yo no descubría ningún homenaje visible al tercer gran libertador.

Flashback hacia 2001

En noviembre de 2001 viajé a Lima, en plan de entrevistar personalidades para un libro sobre la compleja relación bilateral. Empecé con el general Francisco Morales Bermúdez, bajo cuya “dictablanda” viví mis primeros años peruanos y a quien sigo considerando uno de los políticos más inteligentes del país.

Atravesando la avenida Javier Prado, rumbo a su casa en Flora Tristán, descubrí un monumento con la noble estampa de un patriarca en su tercera edad y sentado en un sillón. Para mí alegría, era don Bernardo O’Higgins, sin uniforme, sable ni caballo. Una imagen que no reconocerían los escolares de Chile. Tal descubrimiento me inspiró el siguiente “arranque” de la entrevista:

-JRE. Al llegar a su casa, general, pasé frente al monumento a O’Higgins y me dio gusto verlo instalado en la avenida Javier Prado.

-FMB. Es un personaje histórico. Muy reconocido en el Perú.

Aunque fue una respuesta parca y evasiva no quise soltar el tema y el general no eludió el desafío. Reconoció, entonces, lo que la diplomacia nunca dijo: el libertador chileno había descendido al sub-reconocimiento, tras una guerra de larga duración, en la cual las tropas chilenas llegaron hasta Lima. Los tratados posteriores no habían eliminado “una aversión natural en un país que fue invadido” (sic).

Despejado ese tema de apertura, siguió un repaso de historias y coyunturas, desde la presunta revancha bélica dispuesta por su predecesor, general Juan Velasco Alvarado, hasta el “aberrante” control de las cúpulas militares peruanas por Vladimiro Montesinos, a quien FMB asumía como traidor a la patria. Nos despedimos con intercambio de libros y yo me fui con dos sensaciones claras. Una, que todavía faltaba mucho para pasar, desde la amistad de los tratados, a la amistad participativa que exige el desarrollo mutuo. La otra, que aquella transición exigía iniciativas que recogieran el talante de O’Higgins, ese patriota de dos patrias. Su monumento en la Javier Prado me decía que seguía siendo el mejor anclaje para una mejor relación.

Epilogo para nietos

En medio de la actual coyuntura de estallidos, pienso que chilenos y peruanos podríamos aprovechar los recuerdos de este Bicentenario y los próceres comunes, para subordinar las partes duras de la memoria a los necesarios proyectos de un futuro compartido.

En esa línea, he instalado una esperanza simbólica que delego en mis nietos. Sueño que, en un futuro con democracia firme y sin pandemia, ellos visiten Lima, vayan a la plaza San Martín-O’Higgins y depositen dos ofrendas en nombre del abuelo. Una, ante el Libertador argentino, en su caballo y la otra, ante el Libertador chileno en su sillón.

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