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Domingo

Hay que repensar la democracia

José Rodríguez Elizondo
José Rodríguez Elizondo

“Yo no entiendo por democracia algo tan vago como ‘el gobierno del pueblo’” –Karl Popper

Confirmado: los partidos políticos están viviendo su hora más penosa. En Chile es una evidencia, tras un “combo electoral” que incidía en toda la institucionalidad política: constituyentes, gobernadores, alcaldes, concejales y representantes de pueblos originarios. Tres botones para muestra: uno, la abstención siguió ganando, pues solo votó un 41% de los inscritos. Dos, de los 155 constituyentes elegidos, solo un tercio tiene militancia regular. Tercero, la Democracia Cristiana, con tres presidentes de la República en su currículo, apenas eligió uno.

Ilustración Edward Andrade

Está bien repetir, con Churchill, que la democracia es el menos malo de todos los sistemas políticos. Pero está mal que, por desviación de la esencia de las cosas, aceptemos como democráticos a los gobiernos de minorías aceptablemente perniciosas”. Ilustración Edward Andrade

El impacto está produciendo reacciones a la baja en los mercados y diferenciadas en los partidos. Los oficialistas (“derechas”), dado que el gobierno es impopular y no consiguieron el tercio que necesitaban para salvar las estructuras, exhumaron su instinto de conservación: sus cuatro candidatos -tres militantes y un independiente- se limaron las uñas, para competir en una primaria.

En cambio, los partidos opositores (“izquierdas”) entraron en proceso revulsivo. Cuatro de sus presidenciables ya han depuesto sus candidaturas, mientras las descalificaciones internas y mutuas borbotean. La socialista Paula Narváez, que irrumpió en el proceso impulsada por la expresidenta Michelle Bachelet, apuntó contra el tradicional Partido Comunista y el juvenil Frente Amplio: “Se han farreado esta oportunidad y no dan garantía de gobernabilidad para Chile”.

Antipolíticos con fuerza

Ya vimos, en columna anterior, que el aprecio a los partidos estaba bajo mínimos. Según una importante encuesta, aparecían en el último peldaño de la aceptación, con un 2%, a mucha distancia de la Policía de Investigaciones, las Fuerzas Armadas y hasta de los vapuleados carabineros (30%). Por eso, los jefes políticos se allanaron a algunas reformas electorales que consideraron tácticas (y que implementaron desprolijamente), como la “paridad de género”, la lista de autóctonos y la aceptación semidigitada de candidatos independientes. No percibieron que las señales previas eran de terremoto.

Aunque ahora se asusten, lo sucedido corresponde a aquello que el marxismo clásico define como “situación revolucionaria”. La mejor clave la dieron los independientes de la Lista del Pueblo, vinculados al estallido social del 19.10.2019. Entonces acusaban a “los políticos” de haberse enriquecido sin haber pasado nunca por el trabajo real, de “bajar” a las bases solo en períodos de elección y de seguir más preocupados por sus privilegios que por sus electores. Ahora, con 27 escaños en la Constituyente, anuncian que “solo hablamos con el pueblo” y que los partidos de izquierda “están totalmente alejados de las demandas del pueblo”.

Partidos con historia

Lo sucedido es paradigmático, pues Chile siempre estuvo en la vanguardia de los “Estados en forma” de la región, con un sistema europeo de partidos: liberales y conservadores de cepa británica. Socialistas, radicales, comunistas y democratacristianos que se miraban en los espejos de España, Francia e Italia.

Eran estructuras jerarquizadas, con líderes competentes, doctrinas estructuradas y proyectos de incidencia nacional. A tenor del modelo francés, se les reconocía como partidos de derechas, centros e izquierdas y eran aceptados como intermediarios legítimos de las fuerzas sociales. Tan sólidos lucían, que sobrevivieron a la elección de Salvador Allende y su proyecto socialista entre revolucionario y transicional. Ni siquiera la refundacional dictadura del general Pinochet pudo eliminarlos. Solo quedaron proscritos o en modo “receso”.

Con esos antecedentes, algunos pensaron que la recuperación de la democracia simplemente liberaría el viejo sistema de partidos. Estos despertarían más lozanos que la bella durmiente y, dado el fin del internacionalizado comunismo soviético, su rol sería casi de administración, Otros, más aterrizados, no validaron el fin de la historia marxista y apostaron a barnizar a todos los partidos con un mixto de renovación y escarmiento.

Así la democracia estaría asegurada y la gobernaría una alternancia de partidos de centroizquierda y centroderecha.

Crisis por distensión

La mala noticia es que hoy el centro casi no existe y aquel “buenismo” está entrando en fase de eclipse total. Como presunto experto en política internacional, una de mis explicaciones es externa. En lo principal, porque la implosión de la Unión Soviética no trajo la hegemonía de la democracia liberal, como sugirió Fukuyama desde los Estados Unidos. Más bien hizo que los partidos, antes de llegar a su punto de maduración, iniciaran un curso de distensión. ¿Para qué cortarse las venas por la democracia si ya no había enemigo estratégico que derrotar?

En otras palabras, les pasó lo que a una bicicleta que pierde una rueda: deja de ser bicicleta. Los jefes dejaron de pedalear para mantener la tensión y esto se vio incluso en la superpotencia hemisférica. Cuando Donald Trump lanzó a sus huestes a la toma del Capitolio, dejó en claro que el viejo Partido Republicano, una de las dos ruedas del sistema democrático, había mutado en soporte de un presidente golpista.

El Perú, con sus partidos históricos casi extinguidos, es otro ejemplo de esta mala hora. En segunda vuelta electoral, Keiko Fujimori y Pedro Castillo, que juntos no llegaron al 40% de la primera votación, están tratando de demostrar al país que “el otro (a)” sería el mal mayor. Uno de los grandes electores de la primera incluso invoca, en su favor, que “haber estado tres veces en la cárcel (…) le ha hecho reflexionar sobre los errores que cometió en el pasado”.

Teoría para recauchar

Está bien repetir, con Churchill, que la democracia es el menos malo de todos los sistemas políticos. Pero está mal que, por desviación de la esencia de las cosas, aceptemos como democráticos a los gobiernos de minorías aceptablemente perniciosas.

Ergo, es urgente recauchar la teoría democrática, para recuperar su sentido genuino. Y no es ocurrencia de coyuntura. En 1967, un politólogo tan reconocido como el francés Maurice Duverger ya había acuñado el gráfico concepto de “la democracia sin el pueblo”. A su juicio, los partidos políticos estaban mutando en “aparatos” para conservar la dirección de los asuntos públicos, “sin que los ciudadanos puedan pesar realmente en las opciones y en las decisiones”. En Italia, al filo del fin de la guerra fría, el democratólogo Giovanni Sartori arrimó un punto importante al debate: “perder al enemigo cambia todos los puntos de referencia”. Sobre tal base, puso el énfasis en “el decaimiento de la democracia y la pobreza de sus líderes”. Su escueta conclusión fue que “la teoría de la democracia debe ser repensada completamente”.

Para el ciudadano de a pie, esto supone resistir la manipulación y la farandulización. Para los intelectuales, artistas, profesores, juristas, comunicadores y periodistas de raza, la tarea es más exigente: contribuir a renovar las bases orgánicas de la cultura democrática. Para ese efecto, es urgente actualizar la teoría considerando, por ejemplo, la hipermasificación de las sociedades, la revolución feminista, la nula austeridad de los políticos profesionales, el anticonsumismo de las nuevas generaciones, la obligación de prolongar la vida del planeta, las posibilidades de la economía mixta en el mundo tecnotrónico y la necesidad de incorporar la templanza al mundo de las redes sociales.

El objetivo mínimo y a la vez decisivo será recuperar la cultura humanista, para que los demócratas podamos volver a las instituciones y ejercer nuestras opciones desde la libertad con equidad.

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