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El orden que vendrá

En plena pandemia y tras el asalto al Capitolio, ha vuelto a plantearse el tema de un nuevo orden político mundial. Está claro que no podría ser peor, pero... ¿puede ser mejor?

Antes de ensayar una especulación, advierto que los nuevos órdenes son gajes de la historia. Los definen los historiadores cuando ya empezó el partido o a toro pasado. El último fue la Guerra Fría, con su equilibrio de poderes entre dos gigantes antagónicos, asegurado por el terror nuclear.

Ese orden desapareció con la implosión de la Unión Soviética. Occidente cayó entonces en el sueño de su reemplazo por el de los “dividendos de la paz”, bajo la hegemonía democrático-liberal de los Estados Unidos. En lugar de ese sueño -que Fukuyama percibió como “fin de la historia”-, llegó una pesadilla de larga duración, en el marco de desigualdades socioeconómicas crecientes.

Sus componentes principales fueron, por orden de llegada, el calentamiento global, la crisis de las democracias realmente existentes, el coronavirus y el cuadrienio de Donald Trump.

Una mezcla heterodoxa

Para que un orden político global sea reemplazado, la alternativa debe preexistir en la idea. El orden bicéfalo de la Guerra Fría, que desplazó al del capitalismo industrial hegemónico, estaba implícito desde el siglo XIX en la teoría de Karl Marx. Durante el siglo XX, indujo una acción subversiva que se ejecutó en Rusia -pasó a llamarse Unión Soviética- y otros países, con meta en la revolución mundial.

En este siglo XXI, con el comunismo soviético fuera de juego y China como gran potencia comunista con economía de mercado, ya no existe teoría alternativa al capitalismo, sea salvaje (alias “neoliberalismo”) o socializado. El orden en fragua será, entonces, de reconstitución de su globalidad o de su victoria escarmentada. Lo segundo, sólo si se asumen las rectificaciones que impone cada realidad nacional y la realidad calamitosa del planeta.

Agrego que, en una suerte de “carrusel dialéctico”, esas rectificaciones ya estaban en los textos de los marxistas disidentes (esos “herejes” que no adhirieron a la idea total de Marx ni a la ejecutoria mística de Lenin). Execrados por Stalin como “socialfascistas”, predijeron la convergencia de los sistemas capitalista y socialista y fueron los padres de la socialdemocracia moderna.

El tema también estuvo en los “clásicos burgueses”. El británico John Maynard Keynes osó decir que un capitalismo totalmente libre es disfuncional a la democracia, pues no garantiza justicia ni prosperidad. Lo siguió el austríaco Karl R. Popper, para quien el capitalismo condenado por Marx había dejado de existir, dejando en su reemplazo “sistemas intervencionistas, donde las funciones del Estado en la esfera económica se extienden mucho más allá de la protección a la propiedad”.

El economista norteamericano y premio Nobel, Paul Samuelson, completó la idea. Enseñó que el capitalismo sin interferencias sociales no es viable en un sistema democrático, pues la ciencia económica es siempre “política” -léase, impura- y que mejor sería hablar de “economía mixta”. En entrevista que le hice en 1981, para la revista Caretas, me advirtió que en la última edición de su curso de economía moderna había incluido un apartado sobre el “capitalismo fascista”. De estar vivo, ya habría incluido un nuevo apartado sobre el capitalismo comunista.

Lección en piedra

Lo que se nos viene (deduzco) es el advenimiento del Orden Mundial de la Convergencia Económica (OMCEC), en el marco de la revolución tecnológica en desarrollo.

La precuela catalítica de ese OMCEC estuvo en el “revisionismo” de dos comunistas históricos: el chino Deng Xiaoping y el ruso Mijail Gorbachov. El primero porque, tras ser purgado durante el estallido cultural de los años 60, supo resucitar, hacerse respetar por Mao Zedong e imponer su pragmatismo a la militancia ultraizquierdista. El segundo, porque tuvo el coraje suicida de desmontar, perestroika mediante, un sistema que conducía a un estallido colosal, dentro y fuera de la Unión Soviética.

Ambos jefes comunistas dejaron una lección escrita en piedra: en vez de prometer un paraíso terrenal a los nietos de sus nietos, los militantes debían trabajar para mejorar la calidad de vida de sus contemporáneos, regulando y humanizando el modo de producción que habían condenado.

El problema es que esa lección -hasta ahora más provechosa para los chinos- ha sido complicadísima para los comunistas de Occidente. En lo político, porque el espacio democrático que buscaron ya estaba ocupado por los socialdemócratas. En lo teórico, porque no hay legatarios laicos de Marx ni albaceas pragmáticos.

Por eso, dejaron de ser gravitantes los comunistas “euros” y los de América Latina están optando por causas de coyuntura y por senderos estratégicos trifurcados: el revolucionarismo sesentista de Fidel Castro, un guerrillerismo de autoconsumo o ese “socialismo del siglo XXI” de Hugo Chávez... que ni siquiera Nicolás Maduro sabe en qué consiste.

Los EE.UU. también lloran

En el marco del OMCEC tecnotrónico se normalizará el fin del liderazgo global de los Estados Unidos. Ese que arrancó con el “destino manifiesto” de sus padres fundadores, compitió con el liderazgo soviético y caducó con la gestión egocéntrica de Trump.

Cabe reconocer que fue prolija la antiproeza de ese presidente freak. Para ejecutarla buscó el odio de China, maltrató a sus aliados europeos, entró en relaciones oscuras con los rusos, dejó de ser un honest broker en el Medio Oriente, despreció el sistema de la ONU, insultó a los países subdesarrollados, torpedeó el libre comercio y mintió respecto a la amenaza del coronavirus.

Dilapidó, así, el capital de prestigio estratégico (soft power) de su país, ignorando su carácter de complemento indispensable de su poder militar. Como efecto inmediato, está ejecutándose un pronóstico de Richard Nixon que, seguro, Trump desconocía: “en el curso del siglo XXI China puede convertirse en la más fuerte potencia de la tierra”.

La ONU y la OEA ¿dónde estuvieron?

En medio de la cascada de macrocrisis, la ONU política estuvo ausente. Aún no se sabe de una citación al Consejo de Seguridad, para debatir políticas sobre la pandemia, tema que ha quedado en la competencia “técnica” de la OMS. Tampoco hubo reacción orientadora de su parte ni de la OEA -organismo subsidiario- ante el asalto al Capitolio, pese a la amenaza que significaba para las democracias, la paz y la seguridad internacional.

Esto puede ser el principio del fin del multilateralismo burocrático vigente. Lo digo con nostalgia, pues trabajé en la ONU en su mejor época -inicio de la distensión entre las superpotencias-, bajo el liderazgo diplomático esclarecido de Javier Pérez de Cuéllar. En mi balance constan el diálogo permanente de este con los líderes mundiales, la pacificación de guerras prolongadas, el éxito en pacificaciones preventivas, el apoyo franco a las democracias y una secuela larga de reconocimientos. Entre estos, el Nobel de la Paz para los Cascos Azules y el Príncipe de Asturias para el propio Pérez de Cuéllar.

No es casual que China, de tardía admisión en la ONU (1971), la esté mirando ahora con cariño posesivo. Aprovechando la politicidad militante de sus altos cargos, Xi Jinping podría negociar posiciones estratégicas, terminar con la añeja hegemonía de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, pavimentar su ruta hacia la comunicación global y, en definitiva, fortalecer su soft power.

Concluyendo, cuando el virus termine de atacar y Trump deje de ser una amenaza, el mundo será otro incluso en Manhattan. Pero no por jaque mate de alguna potencia, sino por simple default.

Para que además sea mejor, tendríamos que atender las necesidades del planeta, tener en cuenta que no hay democracia irreversible y que, como dice un viejo aforismo, Dios suele proteger a los malos cuando son más que los buenos.

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