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¿Podrá Biden dormir con el enemigo?

Desde el recién asaltado Capitolio, en su toma de posesión, Joe Biden dijo que Donald Trump –a quien no mencionó por su nombre– dejó la democracia de los EEUU en la unidad de tratamientos intensivos.

En un discurso sin eufemismos, ante expresidentes republicanos y demócratas e incluso frente a Mike Pence, vicepresidente del innombrable, dio cuenta de las falsedades, odio y racismo que recibió como legado. Con esos recursos, dijo, se desprestigió al país y se socavó el equilibrio bipartidista. Incluso, mediante turbas violentas y actos de terrorismo, se indujo “una forma de guerra civil”.

Biden reconoció que esos estallidos antisistémicos operaron sobre un terreno abonado por la decadencia de la política formal. Su victoria demostró que la democracia había prevalecido, pero no que era irreversible. Había que renovarla para sacarla de su estado de fragilidad y ¡ojo! para que los EEUU volvieran a ser “fuente de bien para el mundo”. En esa línea, pidió un minuto de silencio por los 400 mil muertos que estaba dejando la pandemia, hizo un llamado a la unificación recordando a Lincoln y se comprometió a ser “un presidente para todos”.

Terminó su histórico discurso invocando una bendición literalmente estratégica: “Que Dios proteja a nuestras tropas”.

¿Crimen sin castigo?

Horas antes, desde la Base Andrews y sin mencionar a Biden, Trump, siempre histriónico, deseó éxito al nuevo gobierno dado que le dejaba “una plataforma espectacular”. De paso, soslayó su desidia con la pandemia aludiendo a las vacunas ya disponibles y, en una taimada alusión a los militares –ya veremos por qué–, contó cuánto lo querían los veteranos del Ejército.

Lo importante es que se fue sosteniendo la mentira de su victoria robada y con un mensaje semejante al del Hugo Chávez de 1992, cuando dijo que su golpe había fracasado solo “por ahora”. Dirigiéndose a sus adictos, el expresidente prometió que “siempre lucharé por ustedes” y que “estaremos de regreso en alguna forma”.

La amenaza es seria. El hombre que quiso convertir la República Imperial, elogiada por Tocqueville, en una Dictadura Imperialista, seguía dando la razón a Barack Obama. Este dice en sus memorias que “Trump era un espectáculo y en los Estados Unidos eso era una forma de poder”. Con ese poder secuestró al Partido Republicano y construyó una fuerza social incongruente con los valores de la democracia.

Por lo demás, ya está girando contra ella. Tras el asalto al Capitolio – que no tuvo el coraje físico de encabezar– ha querido canjear su impunidad por “una transición ordenada”. Léase, por un incierto control de la violencia de sus seguidores. Por interpósito Mike Pence y citando la Biblia, aconsejó a su aborrecida Nancy Pelosi, líder de la Cámara de Representantes, que se concentrara en el control de la pandemia, pues “tras los trágicos acontecimientos del 6 de enero ahora es el tiempo para que nos unamos” (sic).

Si se asume que ese día hubo cinco muertos y que Pelosi fue buscada especialmente por los asaltantes –no para saludarla–, aquello estuvo en la línea ideológica de “la protección” que ofrecían los gangsters de Chicago.

Lo bueno de una ignorancia

A esta altura uno debe preguntarse por qué Trump no pudo forjar una fuerza militar de apoyo, como cualquier autogolpista subdesarrollado.

La respuesta la dio Maquiavelo en el siglo XVI, cuando advirtió que los gobernantes “no deben apartarse jamás de la reflexión sobre el arte militar”. Obviamente, el insurrecto no podía seguir ese consejo, pues nunca tuvo la capacidad de reflexionar. Tampoco sirvió en el Ejército y nadie podría acusarlo de conocer las tesis militares de Wright Mills, Samuel Huntington, Morris Janowitz, Henry Kissinger, Robert McNamara o Zbignew Brzezinski.

Galopando sobre su ignorancia feliz, creía que fidelizaría a los militares con técnicas de marketing: un presupuesto holgado para comprar armas, la promesa de “una buena guerra” o designaciones premium en su equipo de oyentes. Es muy posible que se viera a sí mismo como un patrón de rancho del Oeste y a los uniformados como sus pistoleros a sueldo.

Fue su peor error, pues los militares norteamericanos son parte importante de la élite del poder. Conforman un grupo de presión ilustrado, con autonomía social relativa, información política de calidad y están forjados en la disciplina de la simulación. Además, la alta tecnicidad de sus funciones les permite una amplia capacidad de autorregulación.

Con ese capital en sus mochilas, nunca perdonaron a Trump su agravio al senador y veterano John McCain, prisionero de guerra en Vietnam condecorado por su valentía. “No me gustan los vencidos”, había dicho a su respecto. En paralelo, los más expuestos al presidente verificaron que ignoraba el mínimo necesario sobre los temas estratégicos y geopolíticos propios de una potencia con intereses globales. Antes que los políticos civiles, captaron que era un peligro para la seguridad de su propio país.

La prueba está en el Memorándum del 12 de enero, de los 8 máximos jefes militares de los EEUU, dirigido a todos sus efectivos. En ese texto, donde cada palabra pesa, definen el asalto al Capitolio como “asonada violenta”, “sedición e insurrección”. Recuerdan que las Fuerzas Armadas “se mantienen absolutamente comprometidas con la protección y defensa de la Constitución contra todos los enemigos, extranjeros y domésticos”. Advierten, para máxima claridad, que solo obedecen las “órdenes legales del liderazgo civil” y alertan a sus subordinados para que se mantengan enfocados en su misión. Concluyen declarando que el 20 de enero el presidente electo Joe Biden “será nuestro Comandante en Jefe N° 46”.

Fue una potente luz roja institucional y un puntillazo al comandante en jefe N° 45, quien indujo el asalto y seguía desconociendo la ley.

El lado oscuro de la fuerza

Para las almas buenas de los EEUU habría que resignarse a la impunidad de Trump, arrojarlo al desván de la irrelevancia y volver a los happy days de la canción tradicional.

Quien conozca algo de realpolitik, sabe que ese “buenismo” también fue previsto por Maquiavelo –por algo es un clásico– y en su proyección máxima: “no se debe jamás permitir la continuación de un desorden para eludir una guerra, porque esta no se evita sino que tan solo se retrasa”.

Ergo, la impunidad eventual de Trump induce dos preguntas: ¿cesó el desorden que provocó? ¿Fue la asonada su último cartucho?

Las imágenes de la televisión dieron respuesta a la primera. Para la toma de posesión de Biden, todos los Estados de la Unión estaban bajo control militar y 25 mil soldados acampaban en el Capitolio. En paralelo, hay congresistas confabulados con la asonada y habría militares sometidos a una Corte Marcial.

En cuanto a la actual correlación de fuerzas, la mancha roja de Trump sobre el mapa muestra sobre 74 millones de seguidores, muchos de los cuales organizados y armados. Al frente está la mancha azul de Biden, con 81 millones de electores, muchos con armas, pero sin evidencias de organización. Hay base real, entonces, para que los trumpistas se organicen milicianamente y digan que la lucha continúa.

Por ello, Biden llamó en su discurso a “poner fin a esta guerra civil que enfrenta al rojo con el azul”. Él sabe que la democracia, la paz interna y su propia seguridad hoy dependen de una delgada línea verde, compuesta por 2 millones de militares en activo, reservistas y guardias nacionales.

A partir de esos datos, los estrategas norteamericanos están analizando la dinámica política de los ejércitos, recordando los magnicidios exitosos o intentados en su país y estudiando las biografías de los dictadores fascistas.

Trump, por su lado, quizás aprecie todo esto como un duelo de cowboys, que debe concretarse a la hora señalada.

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