¿Como salvar la democracia de sus propios partidos?

Por: José Rodríguez Elizondo
En noviembre, el Perú, país de gran solera histórica, se convirtió en un país-espejo para los ciudadanos de la región. Desde su sistema de partidos, con plataforma en un Congreso unicameral, sus políticos protagonizaron una secuencia de ingobernabilidad plena. Como colofón, una cifra asombrosa: cuatro jefes de Estado para un quinquenio que aún no termina.
Ilustración: Edward Andrade Ríos
El fenómeno, sólo comparable con la crisis argentina de 2001 –con cinco presidentes en una quincena–, fue una “fuga hacia adelante” que coincidió con el pos “estallido social” chileno y, en general, con el descrédito generalizado de los partidos y sus políticos. A nivel regional, instaló el escrutinio a fondo de una frase que antes parecía axiomática: “sin partidos políticos no hay democracia”.
Enhorabuena, porque tal simbiosis inducía a confundir el valor del ser democrático con el deber ser de sus instrumentos. En otras palabras, porque soslayaba que sólo los partidos funcionales a la democracia la habilitan para que exista y se desarrolle. Y ser funcionales significa que subordinen sus objetivos a los del país, representando intereses sociales legítimos, en cuanto organizaciones de servicio público, plurales, paritarias, austeras y transparentes.
Crisis cíclica de los partidos
La historia advierte que la simbiosis partidos-democracia suele deshacerse en época de catástrofes. En la Europa del siglo pasado, la irresistible ascensión de Hitler pulverizó la democracia parlamentaria alemana, indujo un bajón drástico del respeto a los partidos sistémicos, favoreció a los partidos contrarios a la alternancia y desató la Segunda Guerra Mundial. En folleto titulado “Nota sobre la supresión general de los partidos políticos”, Simone Weil los describió como “pequeñas iglesias profanas”, ajenas al pensamiento crítico y ensimismados en fines propios. Otros intelectuales top, como André Breton y Albert Camus, identificaron la no-militancia con el interés nacional.
El fi n de la Guerra Fría, con la implosión de la Unión Soviética, el vuelco de China hacia la economía de mercado y la crisis de las ideologías totales, inició otra gran secuencia de decaimiento de los partidos. Perdido el punto de referencia que brindaba el enemigo sistémico, se hizo recurrente su identificación como aparatos de poder clientelar. Los políticos comenzaron a configurarse como “clase en sí” y, casi sin tapujos, pasaron de “la dieta” de subsistencia al privilegio exorbitante, se resignaron a la extinción de los liderazgos principistas y habilitaron la corrupción propia y de sus bases.
El nuevo ciclo hizo visible la contradicción entre los científicos y los políticos, precozmente diagnosticada en la Alemania prenazi por Max Weber. Esta vez el fenómeno cuajó en la deserción de los intelectuales militantes que proveían a sus partidos de ideas, capacidad docente, técnicas económicas, administrativas y publicitarias. El vacío de creatividad que dejaron fue llenado por los “operadores”, especie de sub-intelectuales encargados del “corretaje”.
La penúltima esperanza
No es extraño, por tanto, que la simbiosis partidos-democracia hoy se esté empleando para abrir la puerta del “reino de los cargos”, como decía Weber. También sirve como coartada para ocultar corrupciones de alta o mediana intensidad, deficiencias de diagnóstico, ideologismos pretéritos o ineptitudes técnicas. Todo esto agravado por los gravísimos problemas sociales y económicos catalizados por la pandemia.
Es un cuadro de poder desviado, que induce la ingobernabilidad y/o favorece ese “nuevo estilo de revolución” que José Matos Mar bautizara, en 1984, como “desborde del Estado”. Es un fenómeno que confirma la llegada de esa crisis mayor de la representación política diagnosticada -entre otros- por Giovanni Sartori, cuando sostuvo en 1987 que “la teoría de la democracia debe ser repensada completamente”. En reciente texto para El País, el excanciller peruano Diego García Sayán actualizó ese dictamen diciendo que “con partidos políticos poco o nada atractivos para la juventud, se abren muchas interrogantes y retos sobre el ejercicio del poder público y la representación ciudadana”.
Por lo señalado, manifestarse hoy como amigo o enemigo de los partidos, es una formulación entre equívoca, candorosa y simplista. Si de defender la democracia se trata, lo que corresponde es valorar a los partidos que actúan en función de ella hasta que duela, defenderse contra los que a sabiendas atornillan al revés y aprovechar el proceso constituyente (como en Chile) o el gobierno transicional (como en el Perú) para inducir una reforma funcional del Estado democrático.
En esa línea, los demócratas peruanos han hecho una opción significativa, que desafía el pesimismo de Weber. Están depositando su penúltima esperanza en Francisco Sagasti, uno de los escasos intelectuales de nivel que participaba en el sistema de partidos vigente.
Todo lo cual indica que la realidad hemisférica -no sólo regional (remember Trump)- está obligando a cambiar la vieja simbiosis por una nueva pregunta: ¿Puede salvarse la democracia con los partidos políticos realmente existentes?