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Domingo

¿Cómo cambió la pandemia nuestra relación con la muerte?

Sin funerales ni despedidas, ni abrazos de consuelo, así enfrentamos la muerte este año, llorando en privado a los más de 34 mil peruanos que se llevó el coronavirus. Una médico, un perito forense, una psicoanalista, un pintor y una escritora reflexionan sobre cómo la pandemia ha trastornado nuestra relación con el duelo.

Este será un Día de los Muertos inusual, de hecho, todo el año lo ha sido. Los cementerios emblemas de Lima como el Presbítero Maestro y El Ángel estarán cerrados para evitar las aglomeraciones y los contagios por coronavirus. Otra vez los deudos no podrán acercarse a sus muertos. No habrá homenajes, ni flores, ni llantos en colectivo, tendremos que recordarlos en privado. Ha sido un año duro, más de 34 mil peruanos se han ido por la COVID-19, una cifra que vimos crecer todos los días desde que comenzó la pandemia. No convivíamos con la muerte de esa forma desde el conflicto armado contra Sendero Luminoso, cuando desaparecían a diestra y siniestra compatriotas y más de 60 mil murieron en veinte años. Pero no hablemos más de estadísticas ni de números siniestros, que hablen, más bien, los que tuvieron que mirar a la muerte en primera línea, como la médico intensivista Rosa Luz López que vio extinguirse a un paciente mientras hablaba con él y le sacaba una muestra de sangre, o el agente PNP, Percy Rojas, miembro del equipo de criminalística de la Policía, que tuvo la dura tarea de identificar a los cadáveres que se acumulaban y perdían en los hospitales. Que hable también la psicoanalista Matilde Caplansky, que cumplió una cuarentena rígida y cuenta que tuvo, y aún tiene, miedo de morir, y, como es agnóstica, el consuelo de la religión no le funciona. Que el pintor Rember Yahuarcani nos cuente cómo veía la muerte su abuela Martha, una matriarca uitoto, para quien la parca tenía muchas caras. Y que nos diga la escritora Katya Adaui cómo buscamos consuelo para superar la muerte de quien más amamos y cómo superamos el desconsuelo de no poder verlo por última vez.

Rosa Luz López

Médico intensivista

“He visto morir a gente de todas las edades”

Nunca vi morir a tanta gente. Una mañana, fui a hospitalización a evaluar a un paciente COVID, le tomé una muestra de sangre, no respiraba bien, pero hablamos unos minutos. “Ya, doctorita”, respondió a mis indicaciones. Lo dejé un rato, me fui a otra sala y cuando regresé había muerto. ¡Acababa de hablar con él, me había dado las gracias! Era la famosa ‘hipoxemia feliz’, el paciente se había quedado sin oxígeno y no lo sentía, hasta que se murió. La COVID-19 es así de impredecible. Como médico intensivista, jamás tuve tanta demanda por una cama en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Lo más cercano fue cuando recibimos a veinte quemados en un incendio. Pero la pandemia nos rebasó.

He visto morir a gente de todas las edades, a un adolescente de 14 años que me recordaba a mi hija, a ancianos que me hacían pensar en mis padres, a adultos pasados los cincuenta en los que me veía a mí misma. Hubo un día tope en junio, cuando repuntaba la primera curva de contagios, que tuvimos 52 solicitudes de camas UCI y solo teníamos disponibles tres. Tenía pavor de responder el teléfono. No sé cómo los familiares de los pacientes se habían conseguido mi número y me llamaban rogándome una cama. Pero yo no podía favorecer a nadie. El protocolo era claro, debíamos dársela a quien tuviera más probabilidades de vivir. Dolió no poder atender a todos.

¿Te imaginas cómo nos sentíamos al llamar por teléfono a alguien a decirle que su familiar había muerto? Para empezar no podíamos hablar bien por la mascarilla, no nos entendían, algunos lo negaban o buscaban culpables. No teníamos mucho tiempo para hablar, había pacientes que esperaban nuestro socorro. No teníamos tiempo para llorar. Solo lloraba al llegar a casa cuando abrazaba a mi esposo. He visto a la muerte muy de cerca, muchas veces me ha ganado, pero estoy dispuesta a seguir dando pelea.

Percy Rojas

División de Identificación Criminalística PNP.

“Tuve frente a mí un container con cerca de cuarenta cadáveres”

En mis veintitrés años de experiencia identificando cadáveres nunca viví nada parecido. Fui parte del equipo de peritos que reconoció los NN del incendio de Mesa Redonda, de la discoteca Utopía, del terremoto de Pisco. He visto de todo en la morgue, pero entrar a un frigorífico repleto de muertos por COVID fue muy chocante. Una mañana de julio nos llamaron del Hospital Rebagliati para identificar dos cadáveres. Muchos morían en los hospitales y sus cuerpos se perdían porque eran tantos. En la puerta me esperaban sus familiares: “Por favor, joven, ayúdame, estoy varios días acá sin reconocer a mi familiar”, me dijo una señora llorando y me partió el alma. Al rato tenía frente a mí un container con cerca de cuarenta cadáveres acumulados. Tuve que caminar sobre los cuerpos para llegar a mi objetivo. Abrí la bolsa hermética que envolvía a uno y procedí a tomarle las impresiones de las huellas de sus índices, fue impactante. No supe lo que había hecho hasta cuando regresé a la oficina. ¡Había estado rodeado de muertos COVID! Me podía haber contagiado, temía por mi familia. Sin embargo, me reconfortaba saber que, una vez identificada la persona, la familia podía darle cristiana sepultura, había cumplido con mi deber. Hasta hoy mi equipo ha reconocido cerca de 49 NN fallecidos por el virus. Nuestro trabajo es incondicional, en los meses de más muerte, nos llamaban a cualquier hora. Íbamos a hospitales, incluso hemos identificado personas que murieron en la calle. Esta experiencia me ha enseñado a apreciar más la vida.

Matilde Çaplansky

Psicoanalista

“Soy agnóstica así es que el consuelo religioso no me funciona”

Nos cayó un asteroide encima o, lo que es peor, una pandemia planetaria. En nuestro dormitorio se filtró el miedo. La muerte nos tocaba el timbre de la puerta. Todo cambió. Nos prohibieron velar a nuestros difuntos. No pudimos dar el primer paso con el que se inicia el duelo. ¿Se puede pensar en algo más desgarrador? Todo ha sido muy doloroso. Sin embargo, los que quedamos estamos sobreviviendo y soportando el cambio rotundo de la vida cotidiana. Es cierto que la especie humana tiene una gran virtud: la adaptación y la pandemia la ha puesto a prueba diariamente. Vivimos entre el alcohol, la lejía, el lavado de manos. Decía el presidente hace un rato en la televisión: “El que pueda resistir, sobrevivirá”. Lo siento como un menudo consuelo, pues la parca sigue acercándose vestida del virus mortal. Yo pienso en ella a diario. Soy agnóstica así que el consuelo religioso no me funciona. ¿Tengo miedo? Un poco al tránsito, al paso al más allá. Soy como muchos, digo que prefiero estar dormida, pero no, en realidad quiero vivirla con todos los sentidos que pueda. He perdido a muchos personas amadas por la pandemia, muchísimas, cada muerte ha sido un desgarro. Cuando termine esto, recordaremos al poeta español Miguel Hernández y diremos: Quiero minar la tierra hasta encontrarte / Y besarte la noble calavera / Y des- amordazarte y regresarte [...] del almendro de nata te requiero / que tenemos que hablar de muchas cosas/ compañero del alma, compañero.

Katya Adaui

Escritora

“El consuelo es rodearnos de los objetos que dieron cuenta de esa existencia”

Derrida tiene un libro de duelo llamado Cada vez única, el fin del mundo. Esa coma hace silencio y elipsis. Lo que calla: la muerte. Cada vez que alguien muere, nos dice Derrida, esa muerte es única para quien le amó y es el fin del mundo tal como lo conocía.

La cercanía de la muerte nos otorga un sentido de urgencia: hay que decir y hacer lo que no dijimos ni hicimos. Esta es la oportunidad, desde un lugar de esperanza.

Despedirse en pandemia trastoca el duelo en tanto rito. No tocamos esa piel, no besamos esa frente, no olemos esa ropa, no miramos esos ojos, no decimos adiós.

No hay encuentro.

Aquí nace la rabia. Porque hay una condición irrevocable. Algo se opone a nuestra naturaleza. No hay encuentro. Y la rabia queda despojada de su lugar feroz. Se hace íntima, extrema. El consuelo es rodearnos de los objetos que dieron cuenta de esa existencia.

¿Qué sobrevive? La experiencia de recordar, aunque el recuerdo sea insuficiente y, en el tiempo, borroso. El reconocimiento. Llevamos con nosotros esa vida única, nuestra memoria se vuelve hospitalaria, insiste en atesorar “tal como era”.

Si se puede, mediante el amor, darnos cuenta del hecho extraordinario: la vida es un acto momentáneo y esa es su promesa inquebrantable.

Rember Yahuarcani

Artista plástico del clan de la Garza Blanca.

“Jusiñamuy es delgado y tiene un hambre insaciable”

A dónde vamos cuando morimos?, pregunté a mi abuela Martha una tarde en la chacra. “Algunos van al espacio y al agua –respondió ella–, otros se quedan aquí, en la selva, se transforman en aves, plantas, insectos, en espíritus y guardianes”. Y a continuación sentenció una imagen que ha sobrevivido en mi memoria: "Los malos van al lugar de Jusiñamuy, un lugar frío, con una fogata gigante y en ella hay una parrilla.

Allí, las personas son asadas, y él las devora, sus huesos son triturados por los jaguares y tigrillos, las migajas picoteadas por gallinazos y otras aves de rapiña. Al final, no quedará nada de tu cuerpo. Jusiñamuy es delgado y tiene un hambre insaciable". Muchos años después, imaginaba a este insaciable dios, devorador de hombres malos, regocijándose con la carne humana. La muerte me llegó a espantar terriblemente. Pero mi abuela también hablaba de los jardines de Moo Buinaima, nuestro padre creador, que vive donde nunca anochece, donde el tiempo es como la hora del alba. Me contaba que su casa redonda estaba en una colina, rodeada de quebradas, árboles, arbustos, flores y lianas medicinales. Decía que allí crecían todas las plantas para curar las enfermedades del mundo y que las personas buenas eran llamadas a este lugar para cuidar dichos jardines.

Esta imagen también se grabó en mi mente y la muerte ya no me parecía terrible. La COVID-19 trajo consigo la muerte a muchas comunidades indígenas, era un enemigo nuevo, invisible y poderoso, pero nos aferramos a nuestros conocimientos para resistir.

Periodista en el suplemento Domingo de La República. Licenciada en comunicación social por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y magíster por la Universidad de Valladolid, España. Ganadora del Premio Periodismo que llega sin violencia 2019 y el Premio Nacional de Periodismo Cardenal Juan Landázuri Ricketts 2017. Escribe crónicas, perfiles y reportajes sobre violencia de género, feminismo, salud mental y tribus urbanas.