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Domingo

Mascarillas que hablan

Cuando la realidad cambia, lo que queda es adaptarse. Microempresarios que antes de la pandemia confeccionaban polos o tenían un pequeño taller textil han cambiado su producción y hoy elaboran mascarillas con todas las de la ley. Las frases y emblemas peruanos son su sello.

La mascarilla, aquel escudo protector que es crucial para aminorar el riesgo de contagio del SARS-CoV-2, se ha convertido en parte de nuestra vestimenta desde hace tres meses. Y de ser un implemento de bioseguridad básico está pasando a ser también un objeto de moda.

Además de cumplir el protocolo para su confección, reglado por el Ministerio de Salud (Minsa), algunos confeccionistas las están produciendo con un plus de diseño y peruanismo. Les imprimen expresiones tan nuestras como “Chim Pum Callao” o “Habla”, creaciones de la marca Kjari; las rotulan con el escudo nacional y con mensajes urgentes como “Más amor, por favor” de Pietà; les dan color y las convierten en piezas de arte como las del bordador cusqueño Abel Choque.

La mascarilla se ha convertido, junto a los desinfectantes y a los guantes de goma, en uno de los objetos más usados de la llamada “nueva normalidad”. Y quién sabe, como dijo el historiador Guillermo Nugent, podrían desbancar a los polos para transmitir mensajes políticos.

Su producción está siendo la tabla de salvación para algunas microempresas textiles.

Seguridad y estética

El domingo 15 de marzo, el equipo de Thomas Jacob, el creador de Pietà, estaba listo para enviar lotes de ropa a tiendas de Japón y Cusco, cuando el presidente Martín Vizcarra decretó el cierre de fronteras y la cuarentena general. Fue un frenazo para la producción de su marca, que desde el 2017 venía creciendo significativamente.

Y es que Pietà, que salió al mercado como un proyecto social que daba empleo a reclusos de los penales San Jorge y Lurigancho, ganaba clientes en el extranjero, tenía cuatro tiendas en los centros comerciales más conocidos de Lima y más trabajadores en planilla. Jacob, su creador, se configuraba como un diseñador con presencia internacional hasta que la pandemia tomó a su empresa por asalto.

Y como el único camino en los tiempos difíciles es la adaptación, Pietà tuvo que volcar su genio a la producción de lo esencial, las mascarillas, prenda de bioseguridad cuyo uso ha pasado por varias etapas en el país y el mundo.

Cuando estalló la pandemia, no recomendaban usarla para no desabastecer al personal médico. Luego se promovió su uso porque así nos protegíamos de los posibles infectados y de infectar a otros. Más tarde escasearon y su valor se multiplicó.

Hasta que, a fines de marzo, el Minsa publicó las especificaciones técnicas para la confección de mascarillas de uso comunitario. De esta forma, podrían ser confeccionadas artesanalmente para que más personas pudieran acceder a ellas. Eso sí, solo podrían ser usadas para actividades de menor riesgo como ir al mercado, y no para transitar en lugares de gran carga viral como los hospitales.

Debido al cierre de los penales, Pietà tuvo que trasladar su cadena de producción a sus oficinas en Lince, allí, un nuevo equipo de costureros confecciona las mascarillas, cuidando detalles sanitarios que Jacob revela: “Son anatómicas, reutilizables, cubren nariz y boca y tienen tres capas de protección cuando el Minsa solo sugiere dos”.

Están formadas por dos capas de algodón peruano de punto jersey 30/1, resistentes al pilling (bolitas de pelusa), a las que se ha añadido una capa más, en posición intermedia, de una tela antifluidos llamada SMS. Se trata de un material muy usado en la industria médica para proteger los productos esterilizados, compuesto por filamentos de polipropileno soldados con un proceso térmico, que es una barrera eficaz contra microorganismos.

No optaron por el famoso Notex, material del que están elaboradas las mascarillas quirúrgicas descartables, pues el lavado acelera su deterioro. Además, su costo se ha elevado. Antes de la pandemia un rollo de 200 metros podía costar 800 soles, hoy vale 2.800.

Salir a flote

Los planes del peruano José Loera y el argentino Pablo Pihn, socios fundadores de Kjari (varón joven en quechua), también se quedaron en el limbo cuando empezó el confinamiento. Su ropa urbana de motivos nacionales se vendía muy bien. Sus gorras con serigrafías de escudos y sus polos con retratos de perros calatos eran parte de los accesorios que todo peruano orgulloso debía tener en el clóset.

Su pequeña empresa textil, que empleaba a cuatro trabajadores y coproducía con confeccionistas independientes, estaba en ascenso. Sin embargo, hoy tienen los diseños de su colección de otoño-invierno paralizados, cuentas pendientes por pagar y mercadería acumulada en el departamento que comparten en la avenida Argentina.

La dupla ha tenido que dar una vuelta de tuerca al negocio, y, ni bien el Minsa publicó el protocolo, se volcó a la producción de mascarillas empleando unos cortes de tela que tenían preparados para un lote de polos. “Nosotros trabajamos nuestra ropa con algodón 100% peruano de jersey 30/1, así que los requerimientos nos cayeron como anillo al dedo”, dice Pihn, el cerebro creativo de Kjari.

Le dieron un valor agregado a sus tapabocas sumando una capa más de tela tricotex, un material que se usa en el armado de los cuellos de camisa, que dura varias lavadas y que al fusionarse mediante el calor con las capas de algodón le da la propiedad antifluidos a la mascarilla.

“Aseguramos la desinfección de la prenda a través del planchado con vapor. Las bolsas en las que son envasadas también son esterilizadas. Las enviamos en delivery envueltas en doble bolsa”, remarca Loera.

Otro que le ha dado vida a su máquina de coser, con la producción de tapabocas, es el joven bordador Abel Choque, quien estuvo al borde de la quiebra cuando el mercadillo de Los Olivos, donde tenía su pequeño taller de confección de disfraces, cerró por la emergencia sanitaria.

Sin trabajo y con mucho tiempo libre empezó cosiendo mascarillas descartables de Notex para su familia, a las que les dio un pincelazo de su arte, añadiéndoles una flor o un pajarillo típico de los bordados cusqueños. Una vecina vio el tapaboca de su esposa y quiso uno para ella y su familia, y así, como bola de nieve, fueron sumándose más pedidos.

Cuando el Minsa publicó el protocolo, Choque perfeccionó sus diseños. Usó los materiales que estaban destinados para la confección de trajes de danzas que vendería para el Día de la Madre. En total, sus mascarillas multicolores tienen cuatro capas: una de tafeta strech (tela 60% poliester, 34% nylon), otra de Notex de 80 gramos, la siguiente de pelón adhesivo que se fusiona mediante el planchado con la tela que lleva el bordado. Son reutilizables y asegura que el bordado no se arruinará con el lavado.

“Mis mascarillas no solo adornan, también protegen”, dice Choque, quien no necesita de un patrón para bordar sus piezas. Se sabe de memoria las formas de las flores de los bordados de Chivay y Chumbivilcas.

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