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Domingo

El gran escape de Cristhian Pacheco

Dejemos los diminutivos: el oro en maratón, en Lima 2019, se llama Cristhian Pacheco a secas. Compartimos un fragmento de Largo aliento (Universidad Continental, 2019), libro colectivo que honra a los héroes del fondismo wanka.

Las rodillas le tiemblan como cascabeles. Las manos también. Nunca, como hoy, le ha costado tanto amarrarse los cordones de las zapatillas. Aunque intenta contener los nervios, el pulso le falla. Cristhian Pacheco está a menos de tres horas de hacer historia en la maratón de los Juegos Panamericanos. Y aunque se ha descubierto a sí mismo como un novato antes de poner los pies sobre la partida, en esta mañana limeña casi tan gris como el pesimismo, tiene una certeza: va a ganar. Nadie se lo dijo. No ha sido el deseo de su madre ni el destino revelado por un oráculo wanka. Nada de eso. Va a ganar. Y lo sabe por una sencilla razón: él mismo lo ha visto en sueños.

Una semana antes de que Cristhian Pacheco recorra a ritmo de prófugo 42 kilómetros y 195 metros de asfalto en Lima, atraviese las 54 cuadras de la avenida Arequipa a la velocidad de una combi sin frenos, se cruce cuatro veces con la efigie de Miguel Grau en el paseo de los Héroes Navales, acelere en su regreso a Miraflores con la concentración de un keniata, hipnotice a medio país con su tranco andino al pie de la Costa Verde e ingrese al parque Kennedy a través de ese improvisado corso patriótico en el que se convertirá la avenida Larco con él transfigurado en bandera, todo era obscuridad. Noche sin estrellas en Huancayo. Silencio de madrugada en Coto Coto.

Allí, en ese suburbio al sur de la capital del valle del Mantaro, en medio de una habitación alquilada, un hombre del tamaño de un jockey y con dos kilos menos que un costal de arroz se levanta agitado. Tiene la boca seca, el cuerpo trémulo y el pensamiento confuso. Abre los ojos, pero aún cree que el sacerdote que ha visto en sueños es real. Tiene que serlo, piensa. Por unos segundos lo busca temeroso en la penumbra. «Hijo mío, de hoy en adelante toda tu vida cambiará», ha escuchado su voz, dentro de un gran salón con un camino orillado por una multitud, que conduce a un muro repleto de zapatillas de todos los colores y tamaños, tan relucientes que enceguecen. Entre aquel sueño y los últimos metros de la apoteosis en la avenida Larco, habrá mucho más que insomnio, ansiedad y kilómetros de sacrificio.

Aquel hombre que se aproxima a la meta con la determinación de un asteroide, que ha logrado escaparse de ese pelotón de asfixiados incapaces de seguir a su ritmo y que está convencido de que alcanzará la inmortalidad es, en realidad, un fugitivo. Un hombre que corre para huir. Cada noche, en las semanas previas a la maratón que cambiará su vida, sentirá un escalofrío muy parecido al miedo. Volteará su colchón más de diez veces. Se despertará empapado en sudor. Maldecirá a su almohada. Abrirá la ducha para despejar sus temores. Beberá agua como un exorcizado. Comerá para no pensar mientras todos duermen. Y recién al amanecer, cuando se acerque la hora de los entrenamientos, conciliará el sueño apenas por unos minutos. Ese será el precio que deberá pagar.

Antes de cruzar la meta, su vida ya ha empezado a cambiar de a pocos. Desde la noche previa, cuando Raúl Pacheco, su hermano y primer consejero, lo llamó para cerciorarse de que estuviera durmiendo. «¡Qué haces con el celular prendido!», lo reprendió con ese tono sosegado que todos en su familia saben que no atemoriza a nadie. Desde los 16 años, una vez que empezaron a compartir habitación, lo había obligado a levantarse temprano y a correr con él en el estadio de Coto Coto. Al principio, se resistió, pero lo terminó convenciendo de que el atletismo podía ser el atajo más corto pero el más empinado para alcanzar lo que quisiera: desde dinero en la billetera hasta un título universitario. «Mañana vas a correr bien. Ya sabes: el que no arriesga no gana», le dijo y cortó.

El que no arriesga no gana, se repite ahora Cristhian, mientras insiste en atarse los cordones de las zapatillas anaranjadas, lo suficientemente nuevas y relucientes para enceguecer a cualquiera. El temblor en las piernas y en las manos lo regresan a Miraflores, dentro de una carpa de la organización, donde se siente como un resorte aprisionado. La calma con la que despertó a las cinco de la mañana lo ha ido abandonando a medida que las calles cercanas al parque Kennedy se han atestado de familias enteras. Hooligans con modales de feligreses. Patriotas decididos a demostrar que no solo de fútbol vive el hombre. «Hoy ganamos», le dice uno. «¡Vamos, Pachequito!», lo reconoce otro. Los gritos se multiplican. Se superponen. El aliento suena a motín. El café y el plátano con mermelada que apenas pudo desayunar le dan vueltas en el estómago. Ha ido dos veces al baño, pero solo para comprobar que lo único que quiere es correr. Partir cuanto antes y no detenerse hasta saber que es el primero en llegar a la meta. De que no hay nadie detrás suyo que pise sus pasos. De que su sueño no fue solo eso: un sueño.

—A veces mis sueños se cumplen —me dirá Cristhian Pacheco unos días después de la competencia, sentado en la sala de visitas de la Villa Panamericana, un complejo de edificios modernos construido en Villa El Salvador. Su voz es como un murmullo tímido. Un susurro serrano. El quechua de sus antepasados se cuela entre sus erres, sus vocales intermedias y sus diminutivos. «Ahorita el frío se siente fuerte», se frota las manos y mira con una mezcla de desconfianza y timidez. Cada vez que puede se queja de este invierno opaco que lo hace extrañar las mañanas soleadas de Huancayo. Debajo de una polera holgada y de unos pantalones de buzo que ocultan sus piernas de correcaminos, tiene el aspecto de un muchacho flaco y enfermizo. Una versión endeble de aquel titán que batió el récord nacional y panamericano con 2 horas, 9 minutos y 31 segundos. Un alter ego discreto y cotidiano de aquel superhéroe que agitó la bandera, un día antes del 28 de julio, en esos trescientos metros con final cinematográfico.

Lejos de los flashes y el asedio de curiosos y periodistas, Cristhian Pacheco vuelve a ser el muchacho de 26 años, padre de una niña llamada Luciana Valentina; conviviente de Evelin Escobar, corredora como él; inquilino de un pequeño departamento con dos habitaciones; el antepenúltimo de nueve hermanos; el hijo de un albañil y una ama de casa con quince corderos en un corral; y vecino del barrio de Coto Coto desde que tiene memoria. Allí creció corriendo en el descampado del estadio con unas zapatillas de ocho soles, viendo cómo su hermano Raúl, catorce años mayor, se convertía en uno de esos obstinados competidores de la Maratón de los Andes. Participaba junto a todo el clan de esa estrategia familiar —aplicada también en Lima 2019 a favor suyo—, que consistía en colocar a hermanos, primos y tíos a lo largo de la ruta oficial para garantizar agua y aliento al representante de los Pacheco. Los primeros dólares ganados en aquella maratón del 2003 empezaron a inclinar la suerte de la familia. Las rentas atrasadas, las camas compartidas, los platos semivacíos fueron quedando en el pasado.

Raúl había descubierto que la mejor manera de huir de la pobreza era en zapatillas.

*El libro puede descargarse sin costo alguno en este link: http://bit.ly/2OTOPbt

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