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Domingo

Luis Jochamowitz: “En periodismo, si eres superficial puedes ser objetivo, pero cuando profundizas pierdes la objetividad”

Periodista y escritor. Su primer libro, Ciudadano Fujimori, fue publicado en 1993. Sus dos últimos libros son Papeles fantasma (Planeta, 2018) y Archivo expiatorio (Planeta, 2019). Cubrió la Asamblea Constituyente del 78. Extraña los debates entre Diez Canseco y Valle Riestra.

Luis
Luis

El reportero que cubría con entusiasmo las sesiones lechuceras de la Asamblea Constituyente de 1978, esos desafíos a la nocturnidad en los que Víctor Raúl Haya de la Torre se llenaba de un brío especial, y que disfrutaba de los desafíos verbales entre los diputados Javier Valle Riestra y Javier Diez Canseco, ha escrito un nuevo libro (Archivo expiatorio, Planeta 2019), en el que –sin proponérselo– el periodismo cobra protagonismo. ¿Cómo se puede entender esta obsesión por contarlo todo, cada 24 horas? Luis Jochamowitz tiene mucho que decir sobre eso.

¿Qué tiene de fascinante visitar los archivos de diarios y revistas?, ¿qué se le ha perdido allí?

(Se ríe) Es un trabajo que he ido aprendiendo con el tiempo. Al principio yo iba a buscar algo, lo que hace un historiador o un investigador, que con una fecha o un tema trata de encontrar algo previamente establecido. Pero poco a poco fui aprendiendo que los periódicos viejos son un lugar en donde estaba todo tan abundantemente puesto, tan abigarradamente puesto, que era mejor dejarse sorprender.

Era mejor deambular a ver qué pasaba.

Deambular, caminar por allí. Además, siempre me ocurría que cuando iba como un historiador a buscar algo, encontraba otra cosa que me distraía. Finalmente comencé a leer periódicos per se, por sí mismos, no para que me den una información que yo buscaba. Creo que esa es la mejor lectura que se puede hacer, la más autónoma, la más respetuosa, si existe tal cosa..

En Papeles fantasma dice: “Si un periódico es la historia de 24 horas, todos los periódicos del pasado serán la historia del mundo”. ¿Es un poco el espíritu que lo anima a seguir con esto?

Sí, sí. Hay algo así. ¿Cómo decirlo? Uno escribe de dos o tres temas en toda su vida. Esta mañana estaba leyendo el diario de Ribeyro, y allí estaban todos sus cuentos. Él comenzó muy depresivo, a mí me angustiaba mucho, pero al recrearse en su misma escritura se fue salvando, terminó casi feliz, lleno de entusiasmo. Es ese caso raro en el que la escritura te salva. Digo esto porque escribimos de dos o tres temas. Y lo que escribía Ribeyro probablemente estuvo atravesado por su pesimismo vital, por su descolocación, parecía que jugaba contra sí mismo. Yo no sé cuáles son mis temas.

Pero los está encontrando en los archivos.

Sí. Bueno, es el pasado, claramente lo sé, siempre lo fue. El presente me parece poco interesante. Prefiero salir a la calle que leer una novela realista. En la calle está el movimiento.

También ha dicho alguna vez: “Prefiero ir a un periódico que hablar con una persona”. ¿Tanto desconfía de las fuentes vivas?

Es más grato. Pero también te saca fuera de juego, porque las fuentes vivas, sobre todo en periodismo, son lo palpitante, la actualidad. El periodismo vive de la actualidad. Pero la idea de la actualidad a mí me parece apocalíptica, es como una rueda infinita que nunca termina, que todo lo acaba, lo destripa, y sigues y sigues. Y eso es lo que buscamos en el periodismo, pero yo no quiero hacer eso. Nunca he hecho periodismo político, por ejemplo. Su escritura es muy difícil para mí. El caso de (Mirko) Lauer es asombroso, hace columnas diarias, que es todavía más criminal. Y no todos los días puedes sostener un alto tono. En general, la columna política es rara, en el mejor de los casos, pero en ella no hay posibilidades de estilo, de ironía.

Ahora que habla de esto, usted dice sobre Manuel D’Ornellas en Archivo expiatorio: “Si le hubieran cortado un dedo cada vez que los hechos demostraron que se había equivocado, pronto le hubiera sido imposible escribir en su máquina Hermes”. Y remata diciendo: “El columnista político conserva todos sus dedos pero los tiene manchados de tinta”. ¿Cuánto se arriesgan los columnistas políticos? Porque, como usted dice, no siempre aciertan con sus predicciones.

No, y además se van volviendo muy cazurros. Tienen como una hiperinsensibilidad, y ya no son capaces de grandes frases, de iras. Se vuelven muy cautos, ya nada les sorprende.

A lo mejor se van repitiendo.

Es que es inevitable. Es que la actualidad se mueve un milímetro cada día. Claro que hay días en que es asombroso ser periodista, que sientes que la historia llama a tu puerta. No sé, el día que Fujimori escapa, que cierran el Congreso. Es un día cada dos años.

Es un poco triste, le queremos encontrar lo novedoso a algo que no se mueve.

Pero así somos. Tenemos ansias de que nos digan “esto está pasando”.

Hay vicios periodísticos, retratados en Archivo expiatorio, que bien podrían ser trasladados al presente. Por ejemplo, el uso que algunos personajes le dan al periodismo para sostener sus carreras políticas. Lo vemos en Pedro Beltrán cuando compra La Prensa o en el padre Bolo, con su programa radial. ¿Ve algo parecido en la actualidad?

(Lanza una carcajada) Yo estoy escribiendo un cuento sobre periodistas y allí digo que antes de que el periodismo se convirtiera en sinónimo de autoempleo, o fuera adquirido por estrellas de la televisión o por políticos fuera de temporada electoral, los periodistas estaban en los diarios. Pero ahora los diarios agonizan. Eso que me dice es muy antiguo. Es parte de la idea de que todos pueden ser periodistas, que cualquiera puede ser periodista. ¿Lo ha escuchado?

Sí, usted lo dice en su libro, cuando habla de Sofocleto.

Claro (se ríe). Ese Sofocleto que le preguntaba a un obispo argentino si creía en Dios (lanza una carcajada). No podía dejar de ser un humorista.

Pero volvamos a esta idea de que todos pueden ser periodistas, ¿tan devaluada está la profesión?

No es tan exacto. De hecho sí. Pero, bueno, también todos podríamos ser médicos.

Creo que allí hay un poco más de rigor.

A ver, a lo que me refiero es que yo creo al revés: son rarísimos los verdaderos periodistas. Los verdaderos periodistas tienen un problema psicológico, algo que los hace inmunes al desgaste, que hace que no pierdan la curiosidad. Un periodista puede tener muchos contactos, tener poder de síntesis, escribir rápido, veinte cosas, pero la gran prueba es tener una curiosidad inagotable.

Siento que habla de una neurosis.

Es que, cómo puedes tener una curiosidad inagotable, que nunca se acaba. Yo he encontrado algunos, pero siempre son pocos. Un caso que siempre me pareció asombroso fue Pocho Rospigliosi. Disfrutaba los partidos, aunque fueran horribles. Eran a las tres de la tarde, en el Telmo Carbajo, en febrero, con todo el calor, y allí estaba Pocho como si estuviera viendo la final de la Champions.

Era una curiosidad genuina.

Sí, yo diría que pasaba eso porque era un alma infantil, pueril, que lo hacía un gran periodista deportivo. Lo que él quería era ver fútbol. Y esa es la curiosidad inagotable. Pero en el fondo yo creo que es devastador continuar siempre en la actualidad. Es contar el mundo cada 24 horas. Eso es un despropósito, ¿no lo cree? (Se ríe).

También hay estos opinadores, como Eudocio Ravines, que está en Archivo expiatorio, que nacen a la vida política en una orilla, y que luego mutan y se vuelven rabiosos perseguidores de lo que fueron en un momento. ¿Ha visto algo así en este tiempo?

¿No ve un rasgo de patología psicológica allí? Claro, es una patología muy llevadera, no para llevarlos al manicomio, pero hay algo allí. Una persona sana no hace esas cosas.

Claro, puedes cambiar pero no volverte enemigo de tu pasado.

Sí. Desde luego. Tú lo has definido. No puedes volverte un rabioso perseguidor de lo que fuiste. A menos que algo te pase. Por supuesto, hoy mismo hay algunos casos, luego le puedo dar nombres y apellidos de quienes lo hacen, nunca se atribuirán la responsabilidad, siempre te dirán: “No soy yo el que ha cambiado, el mundo es el que ha cambiado”. O “Stalin nos traicionó”. O “tengo que”, o “me obligan”.

Volvamos a Rabines. Él no solo había cambiado sino que la política era lo único que le interesaba. Usted dice que no tenía hobbys, no le gustaba la literatura, ni el cine, ni la playa, ni el fútbol. Y trabajaba los domingos. Eso ya es una carga psicopática.

¿Nunca lo ha visto en una redacción? Yo cuando empecé en La Crónica tenía un grupo de amigos, mayores que yo, que no se iba nunca. Y cuando yo llegaba, ellos ya estaban allí. Y cuando me iba, seguían allí. Era como una forma de ser. Ahora no sé cómo será.

¿Y a los periodistas nos gusta presumir de lo que no hacemos? A mí me ha parecido fascinante la historia del cura Juan de Dios Urías, que se pasa la vida hablando de un libro que nunca llega a escribir. Y que logra, después de muerto, convencer a la gente de que ese libro existe, tanto que la gente lo pide en la Biblioteca Nacional.

Claro, por eso (Ricardo) Palma lo detestaba. Es que a Palma le pasaron tres cosas. Hubo una persona que le dijo: “Eso que dices no es novedad, ya lo había leído en el libro del padre Urías”. Otra persona fue a buscar el “libro” de Urías a la Biblioteca Nacional. Y luego, creo que es el detonante para que Palma escribiera sobre el cura, vio en un periódico que daban otro nombre a Urías. Este era un cura medio herético, diocesano, escribidor compulsivo.

Claro, antes que periodista fue historiador.

No. Es que nunca fue nada. Era un coleccionista de periódicos viejos. Hay cosas muy misteriosas allí. Él, antes de morir, le entregó a su albacea la llave del baúl en el que guardaba su supuesto libro, y allí encontraron su colección de El Comercio, no quiso esconder eso, quería que se supiera.

Desde que Odría ordenó tomar La Prensa en 1956, lo que obligó a Pedro Beltrán, su director, a marchar hasta el Panóptico, en un acto teatral, pasando por Montesinos ordenando que se compraran los ejemplares de los diarios que le eran adversos, ¿cuánto ha cambiado la relación del poder con la prensa crítica?

Se ha ido complicando. Ahora la cosa es incontrolable. Antes tu cerrabas La Prensa, El Comercio y La Crónica y se acababa todo. Tal vez había una estación de radio, pero muy poco, la radio siempre ha sido timorata políticamente.

¿Hasta hoy?

Yo diría que sí, básicamente. Pero, mira, yo me acuerdo que antes no había televisión de oposición. No la había antes de Fujimori. Y tampoco la hubo con Fujimori. No era lo que esperabas al prender la televisión.

Salvo Hildebrandt.

Sí. Pero solo él. Pero esa relación se ha vuelto incontrolable hoy. Es que ya no hay tres medios, o cinco, sino que pueden ser infinitos. Con las redes, todo intento de silenciar a los medios ha terminado. Odría no podría haber hecho lo que hacía. Odría logró el monopolio del silencio. Fueron ocho años en los que no se decía nada. Oponerte al gobierno era subversivo, esa ya no es posible.

Montesinos optó por otra cosa: comprar las líneas editoriales de los medios.

Sí, no era un represor a la antigua. Incluso, no era, hay que aceptarlo, un sanguinario. No porque fuera buena persona. Sino porque había visto en cabeza ajena lo que le podía pasar a los militares argentinos, a los militares chilenos, ya no eran los tiempos de la Guerra Fría incontrolada, debía tener unos márgenes y eso los obtenía comprando, más que prohibiendo. Y lo hizo en una gran escala.

Onerosa.

Sí. Hay una historia que no he puesto en el libro pero el personaje sí sale: Federico More. Él era un periodista que escribía de la Lima de esos años. Estaba en guerra contra todo el mundo, contra la Iglesia Católica, contra la municipalidad, criticaba el ornato de la ciudad, por supuesto contra los gobiernos, lo deportaron varias veces. Pero se descubrió que había cobrado unos cheques de un gobierno, quizá el de Odría, no lo sé. Y, los apristas, sus enemigos jurados, con los que venía tirándose puyazos desde los años 20, publicaron en La Tribuna una reproducción del cheque. Entonces la prensa fue a buscarlo. “Don Federico, ¿qué ha pasado”, le decían. Y él respondía: “Todo eso es verdad. Yo felicito al diario La Tribuna por haber publicado esto. Así se verá lo mal pagada que está la inteligencia en el Perú”. (Se ríe)

Es interesante esa época. Con diarios que hacían de voceros oficiales de los partidos.

Bueno, estaba La Tribuna. El pradismo tenía La Crónica. Los agrarios, que podían ser la derecha más tradicional, estaban en La Prensa, que periodísticamente era el diario más moderno. Y El Comercio siempre fue varios diarios a la vez.

Siendo justos, los diarios ahora mismo tienen sus filias.

Desde luego.

No son militantes, pero son cercanos a algunas tendencias.

Pero es inevitable, no es malo. Con la condición de que no te enceguezcas, de que no pierdas la perspectiva.

¿Ser objetivos es imposible?

Yo creo que sí, en el fondo sí. Solo es posible superficialmente. Si eres superficial puedes ser objetivo, pero cuando profundizas pierdes la objetividad. Y si la tratas de mostrar, empeoras la situación. Es mejor mostrar las cartas, abrir el juego y decir “esto es lo que yo creo”.

En este régimen, que parece tan timorato, también ha habido cierto manejo, no de los medios, pero sí del único canal que les puede hacer caso, el 7, con la salida de Hugo Coya.

Sí, quizá sea un impulso natural que, aunque el poder no lo quiera, se le entrega, como un sex appeal. A mí me llama la atención el furor que despierta Vizcarra en algunos opositores, lo llaman dictador, chavista, y es un señor de una discreción, casi no habla, lee discursos, es muy mediano, lo que no está mal. Yo no estoy diciendo que no sea inteligente, pero imagínate un Vizcarra parlanchín, lleno de imágenes retóricas, sería insoportable, no lo podrían tolerar. Si este Vizcarra tímido y discreto les parece un dictador incontrolable, cómo sería con un Vizcarra con la labia de Alan García.

¿Diría que es incomprensible el odio que le tienen?

Bueno, por un lado. Por otro lado hay que considerar que los ha derrotado en toda la línea, los ha sacado del juego, me refiero al fujimorismo y al Apra…

Al cerrar el Congreso.

Y desde antes. Pero con el cierre del Congreso los liquidó.

Usted tiene una frase interesante sobre el presidente. Ha dicho: “Vizcarra es el plan B más logrado e interesante en el país de los planes A impracticables. Él mismo es el presidente B, sin partido, ni votos en el Congreso, sabe que la política hace tiempo dejó de ser el arte de lo posible”. O sea que el presidente termina siendo una huachita que reemplaza a la tuerca que realmente necesitábamos.

Algo hay de eso. Por ejemplo, el otro día estaba leyendo sobre el aeropuerto de Chinchero y esta idea de que Vizcarra quiere sacarlo contra viento y marea. Y de pronto se me ocurrió que no lo va a hacer nunca. Va encontrar la forma de tirarlo. Siguiendo su trayectoria, su especialidad es pasarle la bola al otro. Mira el referéndum, por ejemplo, las preguntas no estaban certeramente enfocadas. Pudo tener una lista de 25 reformas importantes, y escogió tres o cuatro, algunas tímidas, algunas contradictorias. Es como el jugador que da dos pasos adelante y un paso atrás.

Una pregunta personal, ¿por qué guarda un pedazo de fierro que pertenecía a una de las puertas de la casa que Montesinos tenía en Playa Arica? ¿qué pulsión fetichista hay allí?

(Se ríe) Es que yo fui a la casa de Playa Arica. ¿No le ocurre que cuando va a una comisión quiere llevarse algo de recuerdo? No estoy hablando de hurtos, ah. Quizá una piedra, algo que le recuerde que estuvo allí. Esa era una casa asombrosa, parecía un taller mecánico por fuera, por dentro una ladrillera. En ese momento, ya había caído el régimen, recuerdo haber visto decenas de frasquitos de esmalte de uñas, en el tocador de Jackie (Beltrán), y cuando bajamos al subterráneo, al pasaje secreto, vi esa pieza, en la puerta que habían sopleteado, era de una cuarta por una cuarta, y me la quedé. Era un souvenir.

Le dedica unas páginas a Marco Aurelio Denegri en su libro. ¿Por qué un hombre que detestaba al género humano fue tan popular al final de su vida? ¿Usted tiene una respuesta?

No sé qué decir. Existen esas contradicciones. ¿Qué hubiera pasado si a Marco Aurelio le pagaban lo mismo que a Gisela? De repente Marco Aurelio se volvía un amante de la humanidad. A lo que me refiero es que, siguiendo su trayectoria, siempre estuvo en los márgenes, no fue recibido como él hubiera querido. Si ganó un lugar fue por su resistencia y su rareza.

Pregunta final, también viene de su último libro, ¿diría que Javier Valle Riestra fue el último político con sentido del humor en el Perú?

(Se ríe) ¿Voluntario o involuntario?

Voluntario, creo que los involuntarios son un coro importante.

Le acabo de leer un artículo interesante sobre Alan, en Expreso. Él pertenece a esa especie antigua de políticos de carácter, de lecturas. En el último Parlamento, por ejemplo, probablemente no hubo ni uno con sentido del humor, que yo recuerde.

Qué pena, ¿no?

Siempre han sido muy raros.

Tienen una idea muy elevada de sí mismos.

Es una idea muy falsa, además. Han desvirtuado el lenguaje hablado y el escrito a niveles asombrosos. La Beteta, por ejemplo, es un caso de vanguardia verbal (se ríe). Lo que el político nuestro entiende como comunicación política es un ocultamiento de su pensamiento con frases hechas y reconocidas mil veces. Es un saludo a la bandera, un lenguaje hueco, vacío y de puras apariencias.e

Periodista formado en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es editor y reportero del suplemento Domingo de La República. También ha publicado en el diario El Tiempo de Colombia y La Tercera de Chile. Fue reportero de la sección política de este diario. Tiene un blog sobre fantasía (cuervosobrepalas.wordpress.com) y otro en el que comenta su trabajo periodístico (cambiodetitulares.wordpress.com)