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El viejo hogar de Diego Maradona

Entre 1978 y 1980, Diego Armando Maradona y su familia vivieron en la casa que Argentinos Juniors, club donde se formó y debutó profesionalmente, le regaló. En 2015, Alberto y César Pérez –padre e hijo–, abrieron de nuevo las puertas de La Casa de D10S para recibir a fanáticos de todo el mundo.

Escribe Jesús Díaz Príncipe

«Ahí la tiene Maradona, lo marcan dos. Pisa la pelota Maradona. Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial…», Víctor Hugo Morales narraba así el elusivo enrumbe del ídolo argentino hacia la portería de los ingleses. Era el 22 de junio de 1986; el preludio al llamado Gol del Siglo, y el encumbramiento como deidad del mediocampista nacido en Lanús.

El fanatismo exacerbado, el culto musical, la beatificación popular, las crónicas de zurdos portentosos y vivencias con asiduos garantes de Maradona, entre ellos Fernando Signorini (su ex preparador físico), Rubén Rossi (campeón mundial con la selección juvenil argentina en 1979), y César Menotti (su primer entrenador con la Albiceleste), encaminan al visitante a La Paternal, un barrio ubicado al norte de la ciudad de Buenos Aires.

El viento arrecia. Escudos de Argentinos Juniors dan la bienvenida. Una placa oficial anuncia el arribo a Lascano 2257, La Casa de D10S.

Acostumbrado a la visita de 300 turistas por mes, César Pérez Dursi, curador del museo e hijo del primer abogado del astro argentino, nos recibe. Esta es la casa que el primer club profesional en el que jugó Maradona cedió a su familia cuando el astro cumplió la mayoría de edad.

Con el paso del tiempo se convirtió en una fábrica de carteras. Hasta el 2008, año en que Alberto Miguel Pérez, el padre de César, la recuperó.

Una estructura cincelada al detalle por el artista ítalo-argentino Marcelo Chiarello y la invitación de César a vivir la “experiencia maradoniana” marcan el inicio del recorrido. Ho visto Maradona del quinteto Tifosis del Rey suena de fondo.

La sala es la primera parada. La ambientación reseña por sí sola las vivencias de la familia, pero también la línea de tiempo que culmina en la consagración del Diez: Los Cebollitas, el debut en Primera, el Mundial Juvenil de 1979, Boca, Napoli y México 86.

La copia de su primer contrato profesional, que tuvo que ser firmado por su padre debido a su edad, destaca entre los recuerdos.

Sin embargo, no es sino hasta la cocina donde se siente la mayor carga emocional. Allí muchos visitantes –peregrinos, si se quiere– piden hacer un alto debido a la emoción. Les pasa siempre a los napolitanos, quienes sitúan a Maradona por encima de San Genaro, desde la consecución del primer scudetto en el torneo profesional italiano.

Al salir, un gran patio trae a la mente los juegos de los más pequeños. La siguiente estación es la habitación de Maradona. Un ambiente que denota la sencillez de vivir pensando en nada más que jugar a la pelota.

Un piso arriba, un santuario constituido de ofrendas de los visitantes y fanáticos, algunas ordinarias y otras originales, merece una mención aparte.

Una hora después, el recorrido culmina frente a un mural con el rostro del Pibe de Oro, obra de Mariano Antedomenico y Juan Ledesma.

Los motivos de la predilección y hasta devoción por el otrora mejor jugador del mundo parecen esclarecerse. Un afecto que roza el límite de la irracionalidad, pero que se sustenta en la admiración hacia alguien que no tuvo nada y lo consiguió todo. Alguien a quien el fútbol le bastó para revalorar “a la clase obrera” y a un país entero. Lo dicen sus hinchas en este templo: “hizo frente a la Italia rica con el Napoli y humilló a los ingleses tras la Guerra de las Malvinas”.

En la actualidad, este sentir continúa propagándose, incluso entre los más jóvenes, en quienes la frase bíblica “dichosos los que creen sin haber visto” parece hacerse carne.

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