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Cultural

Piedad Bonnett: “El indigente crea su territorio de libertad”

La escritora colombiana, quien vino invitada a la FIL de Lima, presentó la novela Donde nadie me espere, una historia en la que un hombre se ha sumergido en la indigencia.

Piedad Bonnett ha regresado a Lima.
Piedad Bonnett ha regresado a Lima.

Por: Pedro Escribano

Piedad Bonnett ha regresado a Lima. Y ahora también, con una nueva novela, Donde nadie me espere (Alfaguara). Como en su libro anterior, Lo que no tiene nombre, que narra la historia de su hijo suicida Daniel, Bonnett ausculta la condición humana cuando se está ante la soledad, el desasosiego. Gabriel, su personaje, es un muchacho que ha llegado a la indigencia. La escritora, invitada de la FIL de Lima, intenta redimirlo.

El libro está claveteado de poesía. ¿Solo la poesía es capaz de acercarse a la intimidad de la muerte?

Sí. Yo pienso que toda la buena literatura está tocada por la poesía. Es muy difícil encontrar buena literatura que en algunos momentos no toque fibras poéticas. Pero la literatura, volcada sobre lo social, muy realista, trabaja otros lenguajes. A mí me interesa la literatura que tiene capacidad de penetración en los individuos, mostrar esas zonas de penumbras del alma. La poesía es una buena ayuda.

La poesía nos otorga esa emoción que, a veces, en novelas sociales, no está presente.

La poesía se acerca más al universo de los afectos, de las emociones. Entonces, puede haber novelas que son muy intelectuales, muy interesantes, que nos relacionen con el mundo ensayístico de las ideas, de la filosofía o de la política, que es otro tipo de literatura que puede llegar a ser muy apasionante. Pero yo siento, como Eugenio Montejo, el poeta venezolano, que hablaba de un ADN poético y que hay algunos escritores que tienen el mismo ADN que uno. Goethe lo llamaba las afinidades electivas y las afinidades del alma. Yo me siento más afín a los escritores que tienen un remanente poético más evidente.

Cuando escribía, ¿asociaba a Gabriel con Daniel, su hijo que padecía esquizofrenia?

A lo mejor hay cosas inconscientes, un escritor no maneja los hilos de la racionalidad. Y creo que sí, hay un vínculo último.

Es más, Daniel en algún momento le dijo “me voy a hacer indigente”.

Esta novela presenta un muchacho que pudo haber sido el Daniel, que, efectivamente, hubiera optado por este tipo de vida, porque hay gente que con la enfermedad mental se pierde. Puede durar toda la vida perdido. Digamos, ese es el pequeño hilo. Pero, el resto, Gabriel tiene otra cara, otra naturaleza. Lo único que los vincula es el dibujo porque Daniel era un gran dibujante. Pero no, me inspiré en un estudiante mío. A raíz de Lo que no tiene nombre, mucha gente me contó sus cosas.

¿Qué motivaciones le inspiró su estudiante para esta novela?

Este muchacho me contaba que padecía un desasosiego y que lo calmaba dibujar. A mí me gusta mucho dibujar. Dibujar es como apoderarse del mundo, dominarlo. Y Gabriel, mi personaje, tiene tres libretas, una donde escribe esta historia; otra donde escribe pensamientos locos que se le van pasando, que es delirante, más oscura; y una donde dibuja compulsivamente. Entonces, no estaba pensando en Daniel, pero la gente puede hacer esas asociaciones.

Esa imagen de la indigencia, ¿de dónde la recoge?

He tenido encuentros con indigentes, muy hermosos. Una vez iba caminando por unas calles…

¿Encuentros? Es común que la gente evite a los indigentes.

Uno, en países como el nuestro, desarrolla un ojo tremendo para saber cuándo hay peligro y cuándo no. Tú sabes cuándo un indigente te puede causar terror, porque lo ves drogado. No sé, lo relacionas con la locura. Pero hay otros que no. Al lado de la universidad se sentaba un hombre que parecía Jesucristo, con el pelo largo. Pero yo trabé una amistad con él. Yo le daba cosas, hablábamos. En un momento me enteré de que había matado a un hombre y había estado en la cárcel. Pero frente a mí, era el más pacífico de los pacíficos. Entonces, a mí todo eso me perturbó. Luego, donde él se sentaba hicieron un edificio. Desapareció. Me dio dolor, todavía me acuerdo de él.

La gente olvida que son seres humanos, con historia.

Sí. Otra vez, iba yo por una calle, caminando, en una soledad tremenda, 7 de la mañana. Iba a un periódico donde me iban a entrevistar, venía un muchacho evidentemente desastrado, yo me dije no le voy a mostrar miedo. Me pidió dinero, yo abrí mi cartera delante de él para que viera que yo le tenía confianza y lo miré a los ojos, cuando le vi los ojos, vi que eran muy hermosos, le dije ay qué bonitos ojos tienes. Él se remeció, siguió y me gritó ¡mona!, como le dicen a uno allá. “Mona, algún día verá que ya no estaré en la calle”. Era lo que me daba de regalo a cambio. Muy estremecedor. Alguna vez leí un libro de Canetti que hablaba de cómo hay mendigos en Europa que se arrodillan todo el día. Todo el día están arrodillados con un letrero.

Esperando ternura…

No, la ternura, no. Esperando una moneda. Nadie les va a dar ternura. La solidaridad es una moneda que se tira desde arriba. Son seres atrapados en una vida que ellos mismos se inventaron o la vida los llevó allá. Tengo poemas sobre el indigente, anteriores a esta novela.

Ha estado merodeando el tema.

Claro. Cómo es que nosotros como sociedad no nos planteamos qué es un indigente. También me interesa mucho que el indigente crea su territorio de libertad, que nosotros no alcanzamos a entender. En Bogotá, la semana pasada cogieron un caño por donde debía correr el agua, miles de indigentes metidos ahí. Ahora, muchos venezolanos convertidos en indigentes. O sea, una verdadera tragedia. Entonces, van los de la alcaldía y los desalojan, quieren que se vayan a unos refugios. Yo vi en la televisión que uno decía “este es mi derecho, no me quiten de donde yo quiero estar”. Es un pedazo de acera, no tienen más. Es lo único que tienen. Y cualquiera puede caer en esa dimensión.

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