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Junín y Ayacucho: independencia y consolidación de la república, por Gustavo Montoya

"Hay que honrar a gestores peruanos en la ruta republicana; alcaldes, gobernadores, líderes comunales indígenas, mestizos y criollos. Destacar la figura de José Faustino Sánchez Carrión”.

200 años después, interesa una reflexión histórica desapasionada sobre estas dos grandes victorias militares patriotas que en última instancia definieron el establecimiento y el triunfo de la república. Alejarse de cualquier modalidad de anacronismo, recuperar la dimensión continental de tales acontecimientos, el compromiso y la decisiva participación de los peruanos, y por supuesto, recordar la épica colectiva de la época. El triunfo de la república trazó un extenso horizonte de expectativas de cuño liberal, en una época en que Europa estaba dominada por regímenes absolutistas, monarquías y sistemas de Gobierno que limitaban los derechos sociales, políticos y civiles de las grandes mayorías.

En muchos sentidos, América era vista como el continente de la esperanza. Cierto aliento romántico que condujo a cientos, sino miles de soldados europeos, a trasponer el Atlántico y ponerse al servicio de esa utopía liberal republicana. Esos oficiales franceses, ingleses, irlandeses, alemanes, austriacos y de otras naciones, que militaron en los ejércitos republicanos de todo el continente, tuvieron en definitiva ideales políticos liberales. Su compromiso fue en contra del despotismo, la arbitrariedad social y las jerarquías étnicas.

Junín y Ayacucho también convirtieron al Perú en un cruce de caravanas. Literalmente. Desde el inicio de la campaña en 1820 y hasta el final de la guerra en 1825 con la caída de los castillos del Callao, a nuestro país llegaron sucesivos contingentes de militares procedentes de la periferia continental. Lo que hoy podríamos nombrar argentinos, chilenos, colombianos, venezolanos, uruguayos, paraguayos, ecuatorianos y centroamericanos. Todas las banderas y uniformes del continente desfilaron por las calles de Lima y se exhibieron en el norte, centro y sur del país. Recordar que con tales tropas también llegaron ideas, costumbres e intereses. Esa es una de las razones que hizo de la independencia peruana un proceso tan complejo, volátil, inestable y prolongado. Una guerra terminal que puso a prueba certezas políticas y convicciones ideológicas entre todos los grupos sociales, tanto en los espacios urbanos y rurales.

Sin duda, 1823 fue la coyuntura más dramática y peligrosa para los intereses de la república. Desde el inicio de la campaña libertadora y luego de la desocupación de Lima en julio de 1821, el país se dividió nítidamente en tres escenarios políticos y militares. El virrey La Serna dirigiendo la guerra desde el Cuzco, el norte como sólido bastión patriota y la sierra central controlada por realistas desde las ciudades y valles y las guerrillas patriotas operando en las partes altas de la enrevesada geografía andina. Mientras que en Lima se establecieron hasta cuatro gobiernos patriotas. El protectorado, la Junta Gubernativa y el gobierno de Riva Agüero y la dictadura de Bolívar. Ello no obstante, la capital sería recuperada hasta en dos oportunidades por las orgullosas banderas realistas que hasta antes de la llegada de Bolívar habían acumulado una impresionante sucesión de victorias militares y, en consecuencia, debilitar la opinión pública en favor de la república. Los pueblos, ciudades y comunidades que estaban situados en el verdadero teatro de la guerra no dejaban de velar por su seguridad e intereses.

Ciertamente las derrotas patriotas en Ica (abril 1822), Torata y Moquegua (enero 1823), Zepita (agosto 1823) y la pérdida de los castillos de Callao (febrero 1824), no solo fueron durísimos reveses militares, también significaron una profunda desarticulación de las unidades militares patriotas que como ya fue indicado provenían de diferentes gobiernos republicanos recientemente constituidos. La guerra civil de 1823 entre Riva Agüero, Torre Tagle y el Congreso fue el corolario dramático de tal coyuntura. Las acciones punitivas de las columnas realistas no dejaban de sembrar el terror, incendiando pueblos, imponiendo cupos y expropiaciones, sobre todo, a localidades que se habían declarado en favor de la república. Esas caravanas de la muerte que asolaron Cangallo y consumaron la carnicería de indígenas en Azapampa. No existen vestigios que tropas patriotas hayan cometido tales excesos en escenarios controlados por los españoles. El martirio de José Olaya es un manto de superioridad moral en favor de la  república. Lo mismo debe decirse de María Parado de Bellido. Y de tantísimos peruanos y peruanas, en todas las regiones.

La etapa bolivariana reconfiguró, paso a paso, ese panorama casi sombrío. El genio de Bolívar lo obligó a llevar la guerra a los Andes. Al establecer el cuartel general en Huamachuco, en la sierra trujillana, y desde ahí resarcir el ejército, entrenar a la tropa, aclimatarla a los rigores del clima, obtener vestuario, caballos, alimentos, parque de guerra, maestranza y mil aditamentos. Todo ello y mucho más, sencillamente no hubiera sido posible sin el compromiso y apoyo de los pueblos y comunidades, que de la mano de sus líderes, gobernadores y alcaldes patriotas apostaron por la promesa republicana. Ese corredor del ejército libertador,  desde Huamachuco a las inmediaciones del Cusco, constituye sin duda, la épica y la realización popular en favor de la libertad.

Hay que honrar a gestores peruanos en la ruta republicana; alcaldes, gobernadores, líderes comunales indígenas, mestizos y criollos. Destacar la figura de José Faustino Sánchez Carrión, ministro general de Bolívar, que puso en movimiento un modelo de gobierno republicano ambulante. Despachando y enlazando voluntades entre comunidades que no estaban aisladas. Eran plenamente conscientes de la guerra, de sus secuelas y peligros. El sentido común y las ideas políticas por las que apostaron, en definitiva, poseían expectativas materiales. Derechos sociales, acceso a la propiedad, libertad de pensamiento, la apuesta por gobierno municipal, descentralización, educación, gestión y autonomía. Todo ello puede verificarse en la Colección Documental de la Independencia del Perú, que consta de casi cien volúmenes, y que fuera producida por la Comisión Nacional del Sesquicentenario (1971).  

El triunfo en Junín desbarató la arrogancia de los oficiales españoles. Huancayo, que había sido el cuartel general, Huamanga y Huancavelica, sometidas a los rigores de la guerra, fueron liberadas por el ingreso de los batallones republicanos. El jefe realista de mayor graduación militar de toda la región, Canterac, no hizo otra cosa sino huir con sus tropas, hasta trasponer el río Pampas. Interesa resaltar este triunfo en Junín, cuando a media batalla parecía inminente otra derrota más de los patriotas. El brillo de los sables y las lanzas de los Húsares republicanos, verdaderos centauros de la libertad, es algo que debiera enorgullecernos. La historia también sirve para eso. Organizar los recuerdos en función de realizaciones capitales.

Frente a la amenaza del olvido, se yergue el triunfo final en Ayacucho, que fue el corolario de la voluntad colectiva del país y que supo estar a la altura del drama histórico que fue la independencia de todo un continente. El brillo en Junín y Ayacucho fue que se levantaron sobre un escenario político, social y militar, en parte, devastado por la incertidumbre. Casi desde las cenizas de una república desfalleciente. Por eso, no se trata de edulcorar el establecimiento de la república. El Estado que representa a la Nación tiene la obligación de honrar a los peruanos de a pie de esa época. Hombres y mujeres en norte, centro y sur del país lo merecen.

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